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LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

Antony Beevor: una historia de mucha clase (y 2)

El enfoque de la historia según los “intereses de clase” conduce inevitablemente a tomar partido, no por la verdad sino por esos imaginarios intereses. Pues ¿quién no se pondría del lado de los trabajadores oprimidos frente a los explotadores y reaccionarios? La falacia, ya lo vimos, lleva a despreciar la libertad y a achacar a los obreros interés en el totalitarismo, convirtiendo la historiografía en propaganda.

El enfoque de la historia según los “intereses de clase” conduce inevitablemente a tomar partido, no por la verdad sino por esos imaginarios intereses. Pues ¿quién no se pondría del lado de los trabajadores oprimidos frente a los explotadores y reaccionarios? La falacia, ya lo vimos, lleva a despreciar la libertad y a achacar a los obreros interés en el totalitarismo, convirtiendo la historiografía en propaganda.
En ese sentido, el señor Beevor no defrauda: pese a su promesa de evitar juicios morales, no para de hacerlos contra los reaccionarios y la Iglesia, a quienes caricaturiza con los colores más negros, mientras justifica las peores tropelías de unas izquierdas en su mayoría totalitarias, pero "populares" a su poco crítico juicio. España misma es descrita como país "fanáticamente religioso, patria de la Inquisición y de los autos de fe". No está mal. Por ese camino podríamos definir a Inglaterra como patria de la piratería y el tráfico negrero, que tanto pesaron en la formación y prosperidad del país.
 
El autor inglés parece ignorar que, con todos sus horrores, la Inquisición causó unas 1.000 muertes en tres siglos, cifra que la policía política de cualquier dictadura progresista de los siglos XX y XXI alcanza fácilmente en meses o semanas. O que libró a España de la caza de brujas, que en el resto de Europa occidental llevó a la hoguera a cientos de miles de personas. En fin, no puede escribirse la historia con trucos de propaganda, y, la verdad, esperaba algo mejor del buen Beevor, después de haber leído otras cosas suyas.
 
Un aspecto de esta historiografía es su escaso respeto por los datos, tan a menudo engorrosos para la tesis preestablecida. Ya señalé en el artículo anterior la ligereza del libro con las cifras, y podríamos seguir muy largamente. Empieza por atribuir al ejército español en Marruecos 40.000 soldados (eran poco más de la mitad) y al protectorado mismo 50.000 kilómetros cuadrados (eran 27.000), o habla de un  45% de analfabetismo al llegar la República (26%, según fuentes más fiables), o repite los tópicos izquierdistas sobre la enseñanza, sin molestarse en señalar la evolución de los presupuestos al respecto durante la República, etcétera. Ofrece datos sorprendentes, como que la mitad de los soldados carecía de uniforme y muchos no sabían lo que era un fusil (el ejército estaba mal, debido a la reforma de Azaña, que había podado la excesiva floración de mandos pero en lo demás había sido desastrosa; aun así, el desbarajuste no llegaba a tanto, ni remotamente. Por decir algo, el número de fusiles cuadruplicaba el de soldados). En la página 75 estima en 100.000 los soldados españoles, y cuarenta páginas más adelante los eleva a 140.000. O habla de una "Rebelión de los generales", cuando la mayor parte de ellos quedaron en el lado izquierdista.
 
Milicianos en el frente de Huesca. Imagen tomada de www.barranque.com.Su distribución de las fuerzas entre los dos bandos, en julio de 1936, es muy poco profesional comparada con la de los hermanos Salas Larrazábal. Menciona muy grosso modo la abrumadora superioridad naval y aérea de las izquierdas, que estuvo cerca de asegurarles la victoria, y olvida la industria de guerra, también casi toda en manos del Frente Popular, así como grandes extensiones cerealistas de La Mancha y Aragón. Cita, pero no valora adecuadamente, los recursos financieros, en principio decisivos y también poseídos por las izquierdas.
 
Podría haber citado el significativo dato de que los milicianos cobraban 10 pesetas diarias, veinte veces más que un soldado enemigo y más del doble que los profesionales de la Legión, pese a lo cual la moral de los nacionales siempre fue superior.
 
Aún choca más su afirmación de que la enorme ventaja militar, estratégica y económica de las izquierdas quedó "sobradamente compensada por la abundante ayuda externa que los sublevados recibieron enseguida: primero, los efectivos de las tribus del Rif; acto seguido, todo el apoyo militar naval y aéreo, logístico y técnico, que le prestaron Hitler y Mussolini; luego el respaldo de las grandes empresas norteamericanas y británicas (…) en tanto que el Portugal de Salazar ofrecía protección para el flanco izquierdo de su ejército y el Vaticano la bendición apostólica".
 
Sólo un militar muy obcecado por "intereses de clase" describiría así la situación. Desde el principio los dos bandos buscaron ayuda externa, y el de Franco se mostró más hábil (y mucho menos corrupto), pese a no poder ofrecer oro a cambio, sino tan sólo la remota esperanza de vencer. Y era en verdad remota, porque su enemigo, además de dicha superioridad, tenía las simpatías de las izquierdas europeas y del Gobierno francés, y aumentó pronto sus cuantiosas reservas financieras con el sistemático desvalijamiento de bienes particulares, del tesoro artístico español y hasta de las alhajas de los pobres depositadas en los montes de piedad (estos detalles no interesan a Beevor; lástima).
 
En cuanto al puente aéreo sobre el estrecho de Gibraltar, el señor Beevor asegura que "no debe exagerarse su importancia". Increíble. Pues fue nada menos que el factor que cambió la fatídica situación de los sublevados, permitiéndoles asentar y extender sus inseguros núcleos en Andalucía, unir las dos zonas de la rebelión y llevar municiones a las desesperadas tropas de Mola. Además, atribuye el puente aéreo, siguiendo el tópico, a los aviones italianos y alemanes. Pero la idea fue de Franco o de su círculo inmediato, y cuando los aviones italianos y alemanes entraron  plenamente en juego había cumplido sus principales objetivos estratégicos con aviones fundamentalmente españoles. El de Beevor sólo puede ser un nuevo análisis "de clase".
 
De los bombardeos sobre Madrid sabemos, por cifras de la izquierda, que causaron 312 muertos a lo largo de tres semanas y en una ciudad de un millón de habitantes, pero el lector desprecavido de este libro pensaría en muchos miles, sobre todo niños. Y la batalla de Madrid, de haberla ganado Franco, habría terminado la guerra en cinco meses, pero al quedar en tablas se prolongó dos años y medio más. La causa fue la masiva intervención del demócrata Stalin, que provocó la llegada de tropas italianas y de la Legión Cóndor, así como la formación de ejércitos regulares de hasta un millón de hombres. No aparece aquí el historiador muy amante de la paz.
 
Cuando llega a Guernica admite que "las investigaciones más recientes sostienen que los muertos no pasaron de 300", en lugar de los 1.650 de la propaganda. Algo es algo, aunque ello no le impide afirmar, sin prueba alguna, que el objetivo del ataque fue "verificar los efectos del terror aéreo". En realidad, las investigaciones más recientes y detalladas, de Jesús Salas, prueban que los muertos fueron, como máximo, 126. Por supuesto, ni menciona las consecuencias militares del bombardeo, es decir, la traición del PNV a sus aliados, que llevaría a la catástrofe de las izquierdas en Santander. Como no da la menor información relevante sobre el "Pacto de Santoña", que culminó la traición del PNV: simplemente repite la vieja y desacreditada propaganda peneuvista. Y así sucesivamente, capítulo tras capítulo. Por el señor Beevor no pasa el tiempo, y todo lo que no coincide con sus prejuicios simplemente lo ignora. 
 
Pero donde nuestro clasista autor se ceba es al tratar el terror o el "Gulag" de Franco. Dice muy serio: "En los diez últimos años se ha llevado a cabo en España un admirable trabajo de investigación histórica para tratar de establecer el número, la identidad y la condición de las víctimas de la guerra civil (…) En total se tiene constancia de más de 80.000 víctimas", cifra que él eleva a 200.000 pensando en las que presumiblemente –según él– faltan. Obviamente, Beevor no ha leído la crítica rigurosa de Martín Rubio a esos trabajos "admirables", en su mayoría panfletos partidistas donde entran personas caídas en combate, víctimas del terror entre las propias izquierdas u otras supuestas a partir de rumores. Nuestro autor considera una fuente fiable –y no puede extrañar– a personajes como Espinosa, un comunistoide fanático que ha exigido públicamente la censura inquisitorial contra mis libros. Así ya se puede historiar.
 
Y a tan admirables panfletos hace Beevor su pequeña contribución. Considera el terror de izquierdas como popular y espontáneo, justificándolo ya de partida y omitiendo el papel determinante de una obsesiva propaganda de odio mantenida año tras año, así como la bien demostrada organización del asesinato masivo desde el Gobierno y los partidos de izquierda. En cambio, atribuye los crímenes a "una furia exacerbada que parecía rebosar de un pozo centenario de humillaciones y atropellos, de la desesperación de gentes maceradas en el silencio temeroso y en el odio íntimo que, de pronto, ven desaparecer los viejos tabúes…"
 
Con esta literatura desvergonzada nuestro buen historiador continúa, precisamente, aquella propaganda de tan bestiales consecuencias. No extrañará que justifique la mayor matanza de la guerra, la de Paracuellos, como "una limpieza de retaguardia, destinada a impedir que los presos 'fascistas' fuesen liberados por las tropas de Franco". ¡Quién mandaría a los de Franco pensar en liberar a los presos "fascistas"! Presos con su parte de culpa, en definitiva, por aquel "pozo centenario de humillaciones y atropellos" y demás horrores.
 
Para conocer la honradez profesional del autor nada mejor que su respuesta a una pregunta en La razón sobre el revisionismo: "Es bueno que se mantenga un debate sobre la guerra civil y cómo se formó aquel conflicto. Pero me parece que estos revisionistas hacen un flaco favor porque usan las fuentes de la vieja propaganda franquista (…) No se puede condescender con ciertas polémicas y con fuentes que no tienen crédito". Es decir, el debate es bueno, siempre que no se lleve a cabo. Y de paso no puede privarse de una última falsedad hablando de "la vieja propaganda franquista".
 
Por lo que respecta a César Vidal y a mí, principales revisionistas y bestias negras para estos señores, apenas usamos las fuentes franquistas, y sí, muy fundamentalmente, las de la izquierda. Son el señor Beevor y esos admirables investigadores quienes emplean como fuente la vieja propaganda del Frente Popular, cuyo mustio crédito intentan reverdecer. Sospecho que en vano.
 
Y hablando de La razón, no escribiré allí la serie de crítica anunciada la semana pasada, ni ninguna otra colaboración. Ya explicaré por qué. La serie saldrá en Libertad Digital todos los jueves, en la sección de Libros.
 
 
Antony Beevor: una historia de mucha clase (1).
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