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ARGENTINA

Así se hizo justicia

El libro Los hombres del juicio, de Pepe Eliaschev, es indispensable para desmontar dos mentiras perversas que propala el kirchnerismo: 1) que el presidente Néstor Kirchner fue el primero que asumió el deber de castigar los crímenes de las Juntas Militares y 2) que los subversivos caídos en combate son tan dignos de homenaje como los miles de víctimas inocentes.


	El libro Los hombres del juicio, de Pepe Eliaschev, es indispensable para desmontar dos mentiras perversas que propala el kirchnerismo: 1) que el presidente Néstor Kirchner fue el primero que asumió el deber de castigar los crímenes de las Juntas Militares y 2) que los subversivos caídos en combate son tan dignos de homenaje como los miles de víctimas inocentes.

El veterano periodista Pepe Eliashev, curtido por las persecuciones y censuras que le impusieron las dictaduras militares que padeció Argentina y los regímenes autoritarios de matriz peronista como el que hoy perdura, explica:

Desde marzo del 2004, cuando el presidente Néstor Kirchner enunció desde el predio de la Escuela de Mecánica de la Armada que durante veinte años la democracia argentina había hecho silencio en materia de derechos humanos y que él venía a pedir perdón por tal supuesta omisión, convivo con una sensación insoportable de injusticia y atropello.

Un mentís contundente

Este libro es un mentís contundente asestado a los advenedizos que durante aquellos años de plomo amasaban una cuantiosa fortuna en un Edén turístico de la Patagonia, mientras el que en 1983 se convertiría en presidente de la nación, Raúl Alfonsín, arriesgaba la vida en su condición de abogado, junto a otros colegas que la perdieron, presentando recursos de habeas corpus a favor de los detenidos desaparecidos. Los protagonistas son los seis jueces de la Cámara Federal y el fiscal Julio Strassera, que Raúl Alfonsín designó, apenas hubo asumido la Presidencia, para juzgar a los miembros de las Juntas Militares como responsables de los actos criminales que se cometieron entre 1976 y 1983, con el castigo consiguiente, también, a quienes habían aprovechado las órdenes recibidas para perpetrar sevicias aberrantes.

Gran parte del libro está compuesta por el relato de dichos jueces y el fiscal, que narran su trayectoria personal y profesional, los problemas y dudas de todo tipo que se les plantearon durante la instrucción del proceso y la emoción que les invadió al oír las experiencias de algunos sobrevivientes, emoción que en algunos casos culminó en llanto. Su testimonio es descarnado, y pasa de la erudición jurídica al desahogo coloquial, en el que ni siquiera faltan las puteadas ni la confesión de que en algunas oportunidades sus discrepancias estuvieron a punto de generar enfrentamientos físicos. Hasta que finalmente pronunciaron la sentencia por unanimidad. Luis Moreno Ocampo, entonces adjunto del fiscal Strassera, lo sintetizó así:

La cantidad de hechos que ha probado la fiscalía, hechos coincidentes en sus detalles que sucedieron en todos los rincones del país y durante largos años, permite demostrar acabadamente la existencia de un plan de operaciones que debe indudablemente haber sido dictado por quienes aquí están acusados.

(...)

Enfrentamos acá un caso en el que se aprovechó una estructura legal para utilizarla para cometer delitos. Esto tiene básicamente un plan que consiste en dos partes: por un lado la parte ejecutiva consistió en investigar por medio de torturas sin que los grupos que estaban destinados a eso tuvieran obligación de someter a un juez la situación de los detenidos por motivos de seguridad. Estos operativos para detener a las víctimas eran nocturnos y se hacían en forma embozada. Por razones extrañas se admitió que los bienes de las víctimas podían ser apropiados por las fuerzas que actuaban; luego se comprobó que estos bienes eran repartidos como forma de motivar a los grupos que actuaban. Los comandantes delegaron en algunos subordinados no solamente la decisión sobre qué persona debía ser torturada, sino también la decisión sobre la vida y la muerte de los ciudadanos argentinos.

Con una salvedad importante: cuando se dictó la sentencia, que fue de reclusión perpetua para el general Jorge Rafael Videla y el almirante Emilio Eduardo Massera, no estaba vigente la legislación del Estatuto de Roma sobre delitos de lesa humanidad, en razón de lo cual, o sea de la imposibilidad de juzgar delitos por leyes posteriores a su ejecución, el juez León Carlos Arslanian advirtió: "No nos pueden decir nada, porque aplicamos el Código Penal que existía antes de que esos tipos nacieran".

Sin simplificaciones hipócritas

Pepe Eliaschev subraya:

Un presidente dispuesto a cumplir su promesa de sentar en el banco de los acusados a los jefes mantuvo su compromiso, y al cumplirse el segundo año de su mandato estos veredictos fueron entregados. De hecho, cuando el presidente peronista Carlos Menem firmó sus indultos masivos, el del 7 de octubre de 1989 y el del 30 de diciembre de 1990, había en las cárceles, producto de los juicios en los años de Alfonsín y pese a la ley de obediencia debida, 290 presos con proceso fehaciente. Los indultos de 1989 y 1990 los pusieron en libertad.

El principal argumento de la defensa fue que se trataba de una guerra, a lo que el fiscal respondió que no lo era, pero que si lo hubiera sido se deberían haber aplicado las normas de la Convención de Ginebra, que prohíben actos inhumanos como los que se perpetraron en Argentina. Sin embargo, Eliaschev tampoco oculta que la realidad es compleja y no admite simplificaciones hipócritas.

Lo que sucedió en Argentina desde comienzos de los sesenta no fue una guerra entre parcialidades homologables. No lo fue, lo que no implica que el sector subversivo (palabra envenenada si se la usa displicentemente, pero que relata –en verdad– lo que pretendían los insurrectos, que era subvertir el orden establecido) no haya ejecutado acciones de guerra con su secuela de atrocidades, y no haya pretendido que esa conflagración tuviera esa naturaleza.

Entre 1969 y 1979 la subversión, francamente decidida a implantar una dictadura de matriz castrista, cometió 1.748 secuestros y 1.501 asesinatos, además de 551 robos de dinero, 589 robos de vehículos, 2.402 robos de armamento y 36 robos de explosivos. A partir de 1973, y según las precisiones de la Cámara Federal, el terrorismo provocó con sus acciones la muerte de 521 uniformados (militares y policías) y 166 civiles, entre los que había 54 empresarios y 24 sindicalistas.

La religión del terror

Hubo algunas analogías entre los procedimientos de los represores y los de los reprimidos que provocaron la indignación de los miembros del tribunal. Por ejemplo, el calvario de la enfermera Gladis Evarista Cuervo, secuestrada por los militares y prisionera dentro de un armario, les recordó el del coronel Argentino Larrabure, sometido al mismo tormento por sus secuestradores del Ejército Revolucionario del Pueblo, quienes finalmente lo asesinaron cuando ya estaba convertido en una piltrafa humana al cabo de 372 días de cautiverio. El fiscal Strassera creyó necesario remarcar esta analogía "para poner nuevamente de manifiesto hasta qué punto coincidían los métodos de quienes decían enarbolar banderas distintas; coincidían en una única religión: el terror".

El fiscal Strassera recuerda asimismo que muchos de los guerrilleros y terroristas que actuaron a partir de 1973 ya habían sido juzgados y condenados por delitos anteriores de la misma naturaleza; pero:

En 1973, tras el triunfo del peronismo y sus aliados, se produjo aquella amnistía multitudinaria del 25 de mayo, que luego el Congreso convalidó con una ley. Me pareció que era un hecho muy negativo porque beneficiaba a mucha gente indiscriminadamente y hasta salió en libertad un famoso traficante de drogas, François Chiappe, que estaba preso en la cárcel de Villa Devoto.

Para más inri, a los terroristas amnistiados no se les exigió la entrega de una sola de las muchas armas que habían robado de los arsenales militares, y puesto que no habían pactado ni aceptado ninguna condición, podían seguir matando. Sostenían que lo suyo no había sido una amnistía, sino una liberación. ¿Por qué será que al rememorar estos hechos pienso en las reivindicaciones de los asesinos etarras y sus valedores?

Las conclusiones a las que llegó Strassera acerca de lo que sucedió a partir de aquel 25 de mayo de 1973 fueron categóricas:

La amenaza, el robo, la extorsión, el secuestro y el asesinato constituyeron el leitmotiv del accionar guerrillero, pero con la particular característica de que si, por vía de hipótesis, se suprimieran los mensajes y panfletos que acompañaron sus operativos, resultaría imposible diferenciarlos de aquellos llevados a cabo por la delincuencia común, en sus expresiones más crueles y despiadadas. Y así comienzan apenas instalado el gobierno constitucional los asesinatos de civiles y militares, indistintamente; los ataques a guarniciones, cuarteles y establecimientos industriales, y los secuestros con fines extorsivos algunas veces, y las más con resultado de muerte.

Un demonio intocable

El criterio de estricta justicia que guió la política del gobierno de Raúl Alfonsín respecto de los dos demonios que desangraron y martirizaron a la Argentina explica las razones por las que el kirchnerismo no pierde ninguna oportunidad para difamar a quienes participaron en aquella empresa casi heroica: el presidente, los jueces y el fiscal, el escritor Ernesto Sabato, la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú y los restantes miembros de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Para el kirchnerismo, uno de esos dos demonios, el que bebía en las fuentes del castrismo y el guevarismo, era intocable y digno de canonización.

El veterano peronista Eduardo Luis Duhalde es hoy nada menos que secretario de Derechos Humanos del gobierno kirchnerista. En 1973 dirigía, junto con el diputado peronista Rodolfo Ortega Peña, posteriormente asesinado por la también peronista Triple A, la revista Militancia, donde publicó un editorial en el que pedía rescatar el proyecto político del sanguinario montonero Fernando Abal Medina, autor material del asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu. Abal Medina, muerto en un tiroteo con la policía, proponía, con la aprobación del actual secretario de Derechos Humanos, lo siguiente:

1) asunción de la guerra popular, 2) adopción de la lucha armada como la metodología que hace viable esa guerra popular, mediante formas organizativas superiores, 3) absoluta intransigencia con el sistema, 4) incansable voluntad de transformar la realidad, 5) identificación de la burocracia, como formando parte del campo contrarrevolucionario, 6) entronque efectivo en las luchas del pueblo, 7) confianza ilimitada en la potencialidad revolucionaria de la clase trabajadora argentina.

Lecciones provechosas

Pepe Eliaschev resume así la fasificación que padece la memoria histórica argentina:

Groseramente descalificada como "teoría de los dos demonios", la noción jurídica de no menoscabar delitos por el solo hecho de haber sido perpetrados en nombre de "la patria socialista" es el marco de valores y criterios que le permitirá a la Cámara Federal proceder con un juicio y una sentencia sin antecedentes internacionales. Impertérrita ante las argucias, implacable con los autores y ejecutores del plan criminal, no miran para otro lado en el momento de admitir que Argentina era una herida sangrante mucho antes de 1976.

Muchos años después, todo se fue desfigurando, primero de manera leve, después a marcha redoblada. Los desaparecidos en los años setenta fueron equiparados a quienes combatieron armas en mano contra un gobierno cuestionable, pero de plena legitimidad democrática. Bajo el lema cementador de que todos fueron luchadores por un mundo mejor, las familias de ametralladoristas que a sangre y fuego quisieron copar un regimiento de Formosa en octubre de 1975 y asesinaron a diez humildes conscriptos han sido beneficiadas con generosas pensiones oficiales, mientras que en el Monumento a la Memoria de Costanera Norte se menciona en igual plano de merecimientos y recuerdo a millares de asesinados en la negra noche de la dictadura, que en su abrumadora mayoría jamás empuñaron un arma, con terroristas y francotiradores para quienes era tan legítimo alzarse contra una dictadura como contra un gobierno electo por el pueblo.

El lector que aborde Los hombres del juicio con la mente puesta en el mal uso que los revanchistas sectarios quisieron hacer de la memoria histórica española, y en los privilegios que reclaman los asesinos etarras, sacará provechosas lecciones para el futuro próximo.

 

PEPE ELIASCHEV: LOS HOMBRES DEL JUICIO. Sudamericana (Buenos Aires, Argentina), 2011, 544 páginas.

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