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CIENCIA

El desorden newtoniano

Mucho se ha escrito sobre la relación entre la genialidad y el estado mental, entre la locura y la sabiduría, entre la creatividad y la neurona. Y, de todo lo escrito hasta hoy, son demasiadas las conclusiones que pueden extraerse como para resumirlas en una humilde reseña.

Mucho se ha escrito sobre la relación entre la genialidad y el estado mental, entre la locura y la sabiduría, entre la creatividad y la neurona. Y, de todo lo escrito hasta hoy, son demasiadas las conclusiones que pueden extraerse como para resumirlas en una humilde reseña.
Isaac Newton.
Pero no cabe duda de que, para quienes no hemos sido tocados con el don de la fama, resulta realmente atractivo indagar en la materia gris de aquellos que han engalanado el avance de la humanidad con su genio. Eso es exactamente lo que ha hecho James Gleick con el cerebro de uno de los mayores pensadores de la historia de la ciencia: Isaac Newton.
 
El material básico del que parte esta peculiar biografía son las cartas más importantes del epistolario newtoniano y algunos de los cuadernos inéditos del físico, sobre todo los que compuso de manera casi compulsiva durante su estancia en Cambridge.
 
A partir de estos escritos, Gleick ha confeccionado lo que podríamos llamar una "biografía mental", un recorrido más allá de la mera recopilación de anécdotas vitales. Ha profundizado en los estados de ánimo del genio, en sus pensamientos, temores, manías, esperanzas; en sus grandes defectos y en su avidez casi obsesiva por entender el mundo clásico (sobre todo a Aristóteles y a Galileo).
 
Sólo entendiendo el bagaje moral e intelectual que acarreaba la mente de Newton en los años de más fructífera creatividad es posible comprender que, en realidad, el físico de Cambridge no fue el pionero de la ciencia moderna, como solemos creer habitualmente, sino, más bien, el último de los magos del mundo antiguo. Un hombre suficientemente preclaro como para descubrir que su concepción del mundo era obsoleta pero, quizás, demasiado anclado en la tradición como para osar cambiarla radicalmente.
 
El célebre árbol de Newton, en Cambridge.Curiosamente, su debate interior entre la magia y la ciencia, entre la alquimia y la física, entre la espiritualidad y el materialismo sirvió de piedra de toque de la revolución científica, pero no impulsó en el autor una verdadera revolución interior.
 
De le lectura del delicioso libro de Gleick se desprende la figura de un Newton temeroso del poder de su propio cerebro. Un hombre que se debatió entre entregarse al anhelo de conocer el mundo o ser fiel su concepción del mismo. Porque, posiblemente como ninguna otra figura de su tiempo, Newton intuyó que la naturaleza es demasiado compleja para ser entendida por el hombre, pero que el modo más fiable de llegar a comprenderla, si quiera en parte, es la ciencia.
 
Para quien no conozca la figura humana de Isaac Newton, sin duda este libro es un aperitivo de lujo. Podrá sorprenderse de cómo un hombre educado en una de las sociedades más oscurantistas y puritanas de la época fue capaz de trascender su mundo interior para construir los pilares de la revolución científica más luminosa. Y, al mismo tiempo, quedará impactado por las peculiaridades cotidianas de este maestro de físicos: gigante de mente y pequeño de espíritu, solitario, mezquino, incapaz de fundar una familia, enemigo de la vida pública, célibe y sobrio hasta la extenuación.
 
Newton afirmó toda su vida que había podido ver el mundo desde una atalaya privilegiada porque se había encaramado a los hombros de gigantes que le precedieron o le acompañaron en el tiempo (Aristóteles, Galileo, Descartes…), y nunca se concedió a sí mismo la importancia que merecía.
 
Dice Gleick, con razón, que lo menos newtoniano de la historia de la ciencia es el propio Newton. Y es que, efectivamente, este hombre dedicado en cuerpo y alma al estudio (nunca conoció mujer, por ejemplo, según atestiguó el médico que lo acompañó en el lecho de muerte) fue incapaz de purgar de su pensamiento la esoteria y la superstición que le habían legado sus años de educación temprana. Fue el autor que más ha hecho por poner en orden el Cosmos, pero no quiso abandonar el caos de sus creencias.
 
En el fondo, albergó la esperanza de encontrar en la ciencia la justificación racional perfecta para la religión, para la magia. Hallar en la materia la piedra filosofal del espíritu. Pero murió sin lograrlo y sin saber que, con su empeño, había logrado justo el efecto contrario: inauguró el mayor esfuerzo generacional jamás habido hasta su época por comprender el mundo sin ayuda del espíritu.
 
El libro de Gleick es un repaso a esa vida paradójica, en tono casi reporteril, lleno de notas bibliográficas y trazado con la sabiduría del que está acostumbrado a atrapar la atención del lector en el reducido espacio de una página de periódico.
 
 
James Gleick: Isaac Newton. RBA, 2005. 255 páginas.
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