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WAGENSTEIN, DE NUEVO

El embrujo de Shanghai

Nada que ver con la novela de Marsé o la versión Trueba en cromos de celuloide. Este otro embrujo de Shanghai que es la segunda novela de Angel Wagenstein publicada en España convoca referencias menos olvidables, y afortunadamente tan melodramáticas y en blanco y negro, como The Shanghai Gesture, de Josef von Sternberg, o las novelas de Vicky Baum.

Nada que ver con la novela de Marsé o la versión Trueba en cromos de celuloide. Este otro embrujo de Shanghai que es la segunda novela de Angel Wagenstein publicada en España convoca referencias menos olvidables, y afortunadamente tan melodramáticas y en blanco y negro, como The Shanghai Gesture, de Josef von Sternberg, o las novelas de Vicky Baum.
Una calleja del que fuera gueto judío de Shanghai.
Por cierto, el prolífico guionista Angel Wagenstein adaptó a telefilm el novelón Hotel Shanghai de la escritora austriaca ("Los romances modisteriles de Vicky Baum y su falso pero encantador cosmopolitismo", acertaba Terenci Moix). Ocho años después, en 2004, publicó su propia versión del puerto chino en el delta del Yangtsé. Con todos los ingredientes esperables del mito: cosmopolitismo, exotismo, hoteles de lujo, fumaderos de opio, miseria de pescadores y culis trasteando rickshaws, japoneses crueles, chinos ambiguos, europeos ilegales. Y los resortes de una novela de intriga a la manera de los maestros del género, de Graham Greene a John Le Carré, es decir con aires de novela histórica. Qué digo aires: aires huracanados.

Adiós, Shanghai cierra la trilogía iniciada con El Pentateuco de Isaac. Tras consultar con el autor, el editor español decidió publicarla antes que la medianera Lejos de Toledo. Parece una decisión acertada. Después de El Pentateuco, escrita en estilo deliberadamente paródico y a medio camino entre El soldado Schweik y el humor negro jasídico, sumergirse en Adiós, Shanghai es lo más parecido a ver una película europea de autor, ir al lavabo a empolvarse la nariz y después entrar en la sala contigua a ver por enésima vez un clásico de la edad de oro de Hollywood. ¡En copia nueva, además! Quien nunca haya ensayado esta fórmula no puede decirse cinéfilo ni cosa que valga.

Tras la clásica introducción en primera persona (el equivalente de la voz en off o el texto incrustado de aquellas deliciosas cintas que insistían en prolongarle la vida al faraute teatral), una voz tercera y omnisciente narra las peripecias de una docena de personajes. Que acaban dando con sus huesos en Shanghai, centrifugados por el violento estallido de Europa en los años treinta. Cada uno de estos personajes es una ventana abierta a una parcela de Historia. No hay tiempo para repasarlos a todos, pero aquí va una muestra del talento ambidextro de los estelares.

Leni Riefenstahl.La rubia de ojos azules Hilde Braun, encarnación del ideal de la raza superior y en realidad judía nacida Rachel Braunfeld, debe su huida de la Alemania nazi a este azar fisonómico (pasmo sólo para los cultores de la genética y otras predestinaciones de raíz protestante). Gracias a su belleza aria, Leni Riefenstahl la designa para un papel secundario en una cinta de propaganda del régimen, y Hilde se ve de pronto en París, la ciudad de sus sueños, posando en los escenarios tópicos de la más tópica capital europea. Por su mirada desfilan el Berlín del paro y el hambre, la UFA, El triunfo de la voluntad ("obra pomposa y patética, bastante parecida a muchos documentales soviéticos de la misma época, pero con una perspectiva modificada: el concepto de Clase fue sustituido por el de Raza"), y un Shanghai dorado que no la librará de su fatal destino. Una deliciosa vamp, que según Wagenstein "tiene los rasgos de dos contemporáneas suyas: Luise Klaas y Josepha Engelberg", y que por momentos recuerda a la Sally Bowles de Christopher Isherwood.

La elegante Elisabeth Müller-Weissberg, mezzosoprano intachablemente aria pero casada con un judío, que envuelta en su "ostentoso abrigo largo de zorro azul" se deja seducir por un capitoste de las SS para rescatar de Dachau a su marido, con quien acaba viviendo miserablemente en Shanghai "una vida sin vivienda propia, sin aseos ni agua corriente, sin privacidad. Ella, que no toleraba siquiera un minúsculo grano de polvo sobre el barniz del piano, ningún pliegue de sobra en las cortinas, ningún cenicero sucio o ninguna revista tirada con desidia al suelo. ¡Ella, que se duchaba dos veces al día!". Una Victoria Charteris, sin el malditismo de su alter ego Poppy Smith.

Su esposo, el violinista judío Theodor Weissberg, miembro de la prestigiosa Filarmónica de Dresde, secuestrado en plena interpretación de la sinfonía Los adioses de Haydn junto a los otros músicos judíos de la orquesta, el 10 de noviembre de 1938. "Porque a esa noche (...), de miércoles a jueves, la historia iba a concederle el nombre de La noche de los cristales rotos, no por alusión a las arañas de cristal de la Konzerthaus de Dresde, sino al estridente ruido de los cristales de los escaparates judíos que se hicieron añicos". La noche en la que ardieron, para contento de los "alegres camaradas, borrachos de cerveza", las sinagogas "de la Fasenenstrasse y de la Oranienburgerstrasse en Berlín, la del Schwedenplatz en Viena, las de Leipzig, Munich, Fráncfort y Stuttgart", y doscientas sinagogas más, "en esa noche de noviembre en que se daban alegres conciertos". Weissberg, con los dedos machacados en Dachau, sobrevivirá a todo, aun a los bombardeos de Shanghai. Aun a la muerte de su adorada Elisabeth. Es fácil imaginarlo con el rostro de Paul Henreid.

El inasible Vladek, checo o polaco o ruso, qué más da (aunque Wagenstein nos dice que para componer este personaje se inspiró en tres militantes antifascistas búlgaros que trabajaron para los servicios de inteligencia soviéticos). Por la ventana Vladek, entre muchas otras cosas, tenemos un atisbo de la guerra civil española, del frente de Teruel, de los brigadistas internacionales. Otro sobreviviente del naufragio europeo, arrojado a la miserable playa del barrio de Hongkou.

Leo Levin, el rabino del gueto judío de Shanghai, tan heterodoxo que celebra el shabat en un templo budista...

Un momento, a ver: ¿un gueto judío, en Shanghai? Pues sí: Hongkou, viejo distrito superpoblado de indigentes, fue uno de los mayores guetos judíos del mundo entre 1939 y el final de la Segunda Guerra. Nada menos que 23.000 judíos se hacinaron en sus míseras, insalubres callejuelas, y gracias a esta insólita hospitalidad muchos de ellos salvaron la vida. "Porque durante los años en que las grandes democracias miraban con indiferencia los preparativos del genocidio tramado por Hitler, Shanghai, con su estatuto limitado de ciudad abierta, fue el único lugar del mundo que acogió y dio asilo y una salvación extremadamente cara a unos veinte mil judíos alemanes y austríacos, intelectuales en su mayoría, y a otros tres mil ochocientos judíos de otros países ocupados, que lograron llegar hasta allí antes de que los crematorios oscurecieran el cielo de Europa con su espeso humo".

Este es el sorprendente telón de fondo de la superproducción hollywoodense de Wagenstein. Quien nos sorprende, una vez más, contándonos historias de judíos europeos que no han dejado huella en los libros de Historia. Historias fantásticas hasta el absurdo, como las que pueblan El Pentateuco de Isaac, o entreveradas de melodrama e intrigas internacionales. En ambos casos, memoria rescatada, respeto de la Historia con mayúsculas ("porque las cosas existen independientemente de nuestros puntos de vista: son como son") y placer narrativo. ¿Qué más se le puede pedir a un escritor?


ANGEL WAGENSTEIN: ADIÓS, SHANGHAI. Libros del Asteroide (Barcelona), 2009, 416 páginas.
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