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MORATÍN, SÍ

El hombre que comía diez espárragos

Generaciones de escolares vinculan a Leandro Fernández de Moratín con el aburrimiento, como autor de una de esas plomizas obras de teatro con mensaje; un mensaje tan sencillo que está al alcance hasta de las víctimas de la Logse.


	Generaciones de escolares vinculan a Leandro Fernández de Moratín con el aburrimiento, como autor de una de esas plomizas obras de teatro con mensaje; un mensaje tan sencillo que está al alcance hasta de las víctimas de la Logse.

El problema era que el mensaje de El sí de las niñas nos daba exactamente igual, ya que hacía tiempo que sabíamos que nuestras compañeras de pupitre, cuando fueran mayores, se podrían casar con quien les diese la gana, y hasta divorciarse tres o cuatro veces.

Afortunadamente, Moratín no se limitó a El sí de las niñas, ni al género teatral. Ya lo avisó Julián Marías:

Los que sólo conocen de Moratín su teatro y sus poesías no tienen la menor idea de quién fue.

El hombre que comía diez espárragos es una antología de textos en prosa escritos por nuestro hombre entre 1792 y 1797, años que dedicó a viajar por Europa bajo los auspicios subvencionadores de Godoy. Comienza en Inglaterra, desde donde informará a Gaspar Melchor de Jovellanos de la situación en Francia:

Las cosas de París van mal. La Fayette se escapó, huyendo de la Guillotina, que le amenazaba; el Rey está en una torre del Temple con un Municipal que no le pierde de vista y mil hombres de guarda; los Jacobinos han renovado las proscripciones del Triunvirato; nadie vive seguro, y todo el que puede escapar escapa.

Asiste también a debates sobre la obra de Thomas Payne, explora la tendencia de los ingleses a beber y suicidarse, visita Windsor y lo compara con Aranjuez. Todo ello de forma cercana, hasta algo gamberra. Nos informa una nota al pie de que en el original de uno de los textos hay una anotación del primer compilador que dice, clara y sucinta: "Tiene poco interés y el vocablo mierda".

En esta edición se intercalan con acierto las crónicas oficiales de Moratín, escritas para ser publicadas, con cartas privadas. Así, después de una minuciosa descripción de la iglesia de la Anunciata, leemos de una carta a un su amigo:

Y ¿qué hago en Venecia? Maldita la cosa, bien que esto debe quedarse entre los dos (...) porque a los otros les has de decir que me ilustro y me oriento y me auroro, y que estudio como un animal, y que es increíble la utilidad que puede sacar España y sus Indias de mis adelantamientos.

¿Y a qué dedica Moratín el tiempo si no, enteramente, a estudiar e ilustrarse? Alguna pista podemos sacar de la estima que dice tener por los alcahuetes de Nápoles, y, aunque menos mención hace de sus protegidas, no se requiere gran imaginación para suponer que tenía buen trato con ellas. En cada ciudad, Moratín no escatima esfuerzos al señalarnos con esmero las similitudes y diferencias entre sus moradoras. En Génova hay muchas

bonitas, blancas, ojos negros y expresivos, carriredondas, formas menudas, buen cuerpo, abren mucho las puntas de los pies y el andar es algo hombruno y marcial.

Son estos detalles los que muestran el contraste entre el Moratín público y el privado, entre el autor canónico que estudiamos en el instituto y el mujeriego y cínico escritor que mira al Duomo milanés y dice: "Se empezó en 1386, y no se acabará jamás".

Cada visita a un lugar viene acompañada, además de por las mencionadas observaciones acerca de la mujer autóctona, por una buena colección de antecedentes y datos históricos, a la manera de Montaigne en sus ensayos, y una narración de las vicisitudes del viaje. Con los detalles sociales y culturales de cada ciudad, el lector puede apreciar lo perdurable de ciertas situaciones:

Nápoles ha sido siempre famosa por las raterías y navajazos. (...) Si en Nápoles no hay justicia, no es por falta de tribunales y jueces.

En definitiva: en El hombre que comía diez espárragos encontraremos literatura de la buena, de la que nos permitirá a los antiguos escolares, antes vencidos por el tedio, hacer las paces con un autor que –quién nos lo hubiera dicho– divierte, escandaliza y hace pensar.

 

LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN: EL HOMBRE QUE COMÍA DIEZ ESPÁRRAGOS. El Olivo Azul (Córdoba), 2010, 228 páginas.

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