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NARRATIVA

El inquietante desorden de Girauta

Los grandes autores de novela negra se han caracterizado por desbordar los límites convencionales del género para adentrarse en el terreno propio de la literatura sin adjetivos. No tendría nada de particular que otros siguieran sus huellas, pero Juan Carlos Girauta, en El desorden, evita la facilidad de los trayectos que han sido mil veces transitados. La obra no es, por tanto, una incursión en la literatura desde la novela negra, sino una invasión literaria del género en toda regla.

Los grandes autores de novela negra se han caracterizado por desbordar los límites convencionales del género para adentrarse en el terreno propio de la literatura sin adjetivos. No tendría nada de particular que otros siguieran sus huellas, pero Juan Carlos Girauta, en El desorden, evita la facilidad de los trayectos que han sido mil veces transitados. La obra no es, por tanto, una incursión en la literatura desde la novela negra, sino una invasión literaria del género en toda regla.
Borges, que es aquí referencia inexcusable ("Se podía vivir durante años en las obras completas de Borges, que siempre alertó de la proximidad del abismo", p. 38), cultivó y estudió el género policial, señalando que éste "vive de la continua y delicada infracción de sus leyes". Girauta las infringe. No esperábamos menos de él. Pero es más: las secuestra para provocar su estallido en un complejo haz de fragmentos que componen a la postre el paisaje –turbio– de la crisis de identidad postmoderna, temática que alimenta a la mejor literatura contemporánea.
 
El desorden arranca con una frase en la que resuena el eco de un precario pero todavía latente cimiento moral que podía guiar a los héroes (caídos) de nuestro tiempo y los vinculaba, en cierto modo, con los clásicos: un hombre ha de hacer lo que debe. El protagonista, un doctor en Física, de amplia cultura interdisciplinar, hombre tan intensamente cerebral como sensual, se nos presenta en pugna con ese código que le ha transmitido su padre y con la percepción dolorosa de la inutilidad de su vida.
 
Pronto le escuchamos el reconocible grito del hastío de la civilización, cuando tras encerrarse a leer novela rusa del XIX clama: "¡Cambio a Tolstoi, Dostoievski, Gógol y Tuerguéniev (…) por algo verdadero!". ¿Dónde hay algo auténtico? Ese mal profundo se aligera en el contraste. Lo verdadero es, por ejemplo, "la pasión que se desperezó un día en los ojos de Sharon Stone". Y, sin embargo, Juan Barcelona, que ése es su nombre, deja pasar esos ojos sin mirarlos.
 
Barcelona pasea su perpetua insatisfacción por Barcelona. Una ciudad con la que mantiene la relación del enamorado o, más precisamente, del nostálgico de su amor. En su ciudad y en su vida busca espacios de felicidad, algo "completamente libre de sombras", una zona en la que reaparezca "el niño fascinado", y que no encuentra cuando se pierde por los laberintos urbanos y los de su memoria, que se solapan y confunden. Sólo resta la fantasía del viaje en el tiempo, a la Barcelona de 1974, desde el colchón, la música de Génesis y el sabor del chocolate amargo.
 
Ese viaje desembocará, al cabo, en Viena, con una visita a la casa-museo de Freud, que resultará decisiva. Pues es allí donde establece un pacto fáustico con un fetiche, que promete aquello que desea: "Pensar sin ser pensado", trascender "la dolorosa conciencia de sí". No por azar encontramos a Freud en el centro del relato ("Estamos en casa", dice Barcelona), y tal vez sea El malestar en la cultura, dedicada a reflexionar sobre las tensiones de la civilización y los instintos humanos, la que nos permita señalar el conflicto que encarna el protagonista de El desorden. "El designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable", escribía en ella el padre del psicoanálisis. Pero también es irrenunciable.
 
Sería injusto hablar de un solo fetiche en la obra de Girauta, pues asoman en ella muchos más; todos los que configuran el universo personal de Juan Barcelona y que pertenecen a los ámbitos de la música, el cine, la ciencia, la literatura, la filosofía, sin olvidar las mujeres, no necesariamente en ese orden, si en alguno. Mientras la corriente de la conciencia del protagonista fluye de manera imprevisible por distintos planos temporales que se conjugan sin fisuras, la obra nos introduce subrepticiamente en un suspense desasosegante.
 
La sensación se asemeja a la de quien siguiera las evoluciones de una hipnótica danza ritual, cuyas reglas y cuyo sentido desconoce, pero en la que percibe el registro perturbador de pulsiones incontrolables. El desorden, caos y trastorno a un tiempo, penetra insidiosamente como un germen. La infección no puede atajarse. El hombre culto, refinado, superior, quiebra en un estertor de irracionalismo. Un irracionalismo intelectualizado, que permite librarse del sentimiento de culpa.
 
Juan Barcelona se entrega al crimen en la ciudad con la que comparte nombre. Los asesinatos aparecen prácticamente despojados de sentimentalismo y emotividad, y si bien esto los vuelve más inquietantes, también los hará más dignos de estudio y de justificación en una sociedad que Girauta retrata con la agudeza de que hace gala como ensayista y la libertad imaginativa que se le acrecienta en la ficción.
 
Algunos de los mejores momentos de la obra son aquellos en los que el protagonista comenta y se burla de las hipótesis que esgrimen los expertos para explicar sus crímenes, como que se trata de una "deliberada y tortuosa forma de cooperación con la Segunda Ley de la Termodinámica". Convertido en un personaje ("Me han dedicado dos programas monográficos en televisión. Al público le sigue fascinando que no encaje en su estrecho modelo de asesino"), trazará un guión al gusto de la claque con referencias a la entropía, Blade Runner y la contribución al desorden de los sistemas. Se descubrirá entonces casi feliz. De un modo perverso, habrá cumplido la orden paterna.
 
Escrita con una prosa brillante, rica y fluida, de cadencia musical y arranques poéticos, la obra logra la difícil empresa de unificar el relato de acción con la reflexión intelectual, que se despliega a través de múltiples referencias culturales y de la discusión de leyes y teorías científicas. Se trata, como quería –de nuevo– Borges, del relato policial como género intelectual. Y ello sin que pierdan un ápice de frescura los personajes, tan extraños y hasta cómicos como plausibles, que giran en torno al protagonista. El desorden se revela así como una composición ambiciosa, de gran originalidad, en especial, en el panorama de la narrativa española del momento, que nos adentra en los laberintos de la patología autodestructiva que se padece en Occidente.
 
 
JUAN CARLOS GIRAUTA: EL DESORDEN. Belacqua (Barcelona), 2008, 134 páginas.
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