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POR FIN EN ESPAÑOL

El señor Proust

Este es uno de esos libros que, aunque publicados originalmente hace ya muchos años, ningún editor español se había atrevido hasta ahora a traducir. Ha hecho falta la moda de las memorias y biografías –la literatura del yo– para que, en la vorágine, se hayan acordado de esta obra realmente singular. No es de extrañar que haya sido una editorial nueva, ajena a los ajetreos mercantilistas, la que lo haya hecho, ni que la traducción sea de quien es, con excelentes resultados, por cierto.

Este es uno de esos libros que, aunque publicados originalmente hace ya muchos años, ningún editor español se había atrevido hasta ahora a traducir. Ha hecho falta la moda de las memorias y biografías –la literatura del yo– para que, en la vorágine, se hayan acordado de esta obra realmente singular. No es de extrañar que haya sido una editorial nueva, ajena a los ajetreos mercantilistas, la que lo haya hecho, ni que la traducción sea de quien es, con excelentes resultados, por cierto.
Retrato de Marcel Proust.
Aprovecho esta introducción "de género" para recordar que acaba de publicarse otro libro de características muy similares, como denota su título. Me refiero a El señor Borges (Edhasa), de Epifanía Uveda y Alejandro Vaccaro, siendo aquí Epifanía (Fanny) y Vaccaro los Céleste y Belmont de Borges. Pero es otro libro, y del que ahora nos toca hablar es del primero.
 
Céleste Albaret, de soltera Gineste (1881-1984), casó con Odilon Albaret, de profesión chófer, que desde 1907 se puso al servicio de Proust. Vinculación laboral que era un precedente de lo que hoy conocemos por trabajador autónomo. Lo mismo le llevaba de visita a los salones de la alta sociedad como se precipitaba en mitad de la noche a buscarle una cerveza helada al Ritz o le transmitía lo que oía en la calle, material que Proust transformaba inmediatamente en literatura.
 
Al principio Proust utilizó los servicios de la joven esposa de su chófer como recadera: libros dedicados a los amigos, cartas y pequeños recados que ella cumplía con presteza; hasta que la incorporó definitivamente a su servicio, en su propia casa. "Ocho años, día a día, sin que falte uno solo, representan mucho más que mil y una noches. Y cuando, en el silencio de la vejez y con los ojos cerrados, pienso en todos los personajes que desfilaron por sus relatos, siento vértigo".
 
Durante esos ocho años, nueve si contamos la primera parte de su colaboración, nada ni nadie escapa a la perspicacia de Céleste. Por eso la lectura de este libro es oro puro para quien desee adentrarse en el universo proustiano, no sólo porque encontremos al célebre escritor, por así decirlo, en zapatillas, sino porque vemos desfilar a esos hombres y a esas mujeres famosas desde el punto de vista de alguien que no les tiene más respeto que el de los buenos modales. Al no ser escritora, Céleste carece de segundas intenciones cuando opina sobre esos personajes, y se muestra muy solidaria con su jefe.
 
Por ejemplo, la descripción de la visita de André Gide –a quien ella llamaba "el monje"– para retractarse de su primitivo rechazo de En busca del tiempo perdido no tiene desperdicio. Con todos ejerce su vigilante celo sobre el genio –a quien divierten, como un soplo de aire fresco, sus comentarios sobre sus libros y sobre los libros de los demás–, al tiempo que hace de muralla china entre el enfermizo escritor –aquejado de asma, de claustrofobia, de neurastenia, de hipocondría, de misantropía– y esas "pocas personas" que aún lo visitaban por aquella época, madame Straus (casada en primeras nupcias con Georges Bizet, el autor de Carmen), el pianista venezolano Reynaldo Hahn y Lucien Daudet, amigos ambos del cuerpo y del alma.
 
Detalle de la portada de la edición en inglés.Aprovecho para aconsejar a los editores la traducción del libro Mon cher petit. Lettres à Lucien Daudet (1895-1897; 1904, 1907, 1908), que reúne la correspondencia inédita que dirigió Proust al hijo pequeño de Alphonse Daudet durante los años mencionados y es un buen complemento de este libro de confidencias ancilares.
 
A ninguno se le escapaba la peculiar relación que se estableció entre Proust y su criada, que le hizo decir a Antoine Bibesco que aquél "sólo amó a dos personas en el mundo: a su madre y a Céleste". La pretensión de esta última al aceptar, a los 82 años y tras muchas renuencias, que Belmont le entrevistara fue desmontar la falsa imagen que algunos autores (sin especificar cuáles) habían dado de Proust; sin embargo, lo que cuenta sobre su vida cotidiana no hace sino reforzar lo complejo y lo estrafalario de su personalidad. Sólo ella podía contar que Proust era un maniático de la limpieza y que no utilizaba dos veces una toalla, aunque sólo se hubiera enjuagado someramente las manos, o que la obligaba a desinfectar las cartas con formol por miedo a las enfermedades infecciosas.
 
Por ella sabemos cómo escribía –medio sentado en la cama–, cómo comía, adónde iba o dejaba de ir, pues él no le ocultaba nada, ni siquiera las escenas más escabrosas de los burdeles de hombres, que visitaba "para documentarse". Y cuando no podía documentarse personalmente pagaba a otros para que le contaran "intimidades", cosas todas ellas que, sin duda, Proust no se hubiera atrevido a contar a su madre.
 
Aunque fue con verdadera solicitud maternal como Céleste Albaret cumplió su misión de conservadora de su vida y obra y recogió, como él le había augurado, su último suspiro y le cerró los ojos. A cambio, Proust la inmortalizó en su catedral literaria, primero con su propio nombre, sacándola en Sodoma y Gomorra como su mensajera particular del Gran Hotel de Balbec, y después utilizando algunos de sus rasgos para construir a Françoise, la criada del Narrador de la que dice, en El tiempo recuperado, que "tenía del trabajo literario una suerte de comprensión instintiva, más acertada que la de muchas personas inteligentes". Punto por punto lo que le ocurría a Céleste Albaret con el trabajo literario de su amado amo.
 
Ya sabemos que detrás de todo gran hombre hay una extraordinaria criada.
 
 
Céleste Albaret, Monsieur Proust. Recuerdos recogidos por Georges Belmont, Barcelona, RqueR, 2004, 430 páginas. Traducción de Elisa Martín Ortega y Esther Tusquets.
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