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'CUENTOS DE GALITZIA'

En el país del cuervo

El nombre de Galitzia (en ucraniano, Halychyna) deriva del de la ciudad de Halicz (Galic, en latín), su primera capital. Según la teoría más aceptada, Halicz/Galic procede del ucraniano halka, que significa "cuervo"; de ahí que éste sea el ave heráldica de Galitzia.


	El nombre de Galitzia (en ucraniano, Halychyna) deriva del de la ciudad de Halicz (Galic, en latín), su primera capital. Según la teoría más aceptada, Halicz/Galic procede del ucraniano halka, que significa "cuervo"; de ahí que éste sea el ave heráldica de Galitzia.
Halicz.

Tener un pájaro de tan mal agüero en el escudo de armas no parece haberle traído, en efecto, mucha suerte a esta región. La historia de Galitzia es una de las más convulsas de Europa: disputada por hunos, húngaros, polacos, rusos o lituanos, ha sido invadida, dividida y repartida innumerables veces. Entre 1772 y 1812 formó parte del Imperio Austrohúngaro; fue su mayor provincia, la más oriental y también la más atrasada económicamente. Tras la Primera Guerra Mundial, la mayor parte pasó a Polonia, hasta que nazis y soviéticos se repartieron este país y, con él, nuestra región. En 1946, Galitzia, ya con los límites actuales, se dividió entre Polonia y la URSS. Tras el colapso de esta última, en 1991, Galitzia Oriental pasó a formar parte de Ucrania.

Galitzia es tierra de contrastes: rica en petróleo y en sal, es, sin embargo, una de las regiones más pobres de Europa. Huyendo de esa pobreza y de las persecuciones, a lo largo de la historia muchos de sus habitantes emigraron. Pocos territorios europeos han tenido una mezcla étnica semejante: a lo largo de los siglos lo han poblado –y abandonado– polacos, ucranianos, judíos, bielorrusos, gitanos, armenios, checos, eslovacos, alemanes. Su industrialización fue tardía e incompleta. Aún hoy, muchos polacos (especialmente, los del norte y el centro del país) consideran que Galitzia es el prototipo de región atrasada e inculta. Injusta acusación, pues esta tierra ha sido uno de los principales focos culturales del continente. Hijos suyos son Joseph Roth, Soma Morgenstern, Stanislaw Jerzy Lec, Stanislaw Lem, Ludwig von Mises y Billy Wilder, por citar sólo unos cuantos.

Entre los ilustres galitzianos de adopción no puede faltar el autor del que hoy nos ocupamos. Andrzej Stasiuk es uno de los representantes más destacados de la literatura polaca actual. Escritor de éxito, ha ganado numerosos premios literarios y es admirado por la crítica internacional. Sus obras han sido traducidas a varios idiomas, publica artículos en los periódicos más prestigiosos de su país y es un crítico muy respetado. Ahora bien, es uno de esos tipos excéntricos que huyen de los salones literarios, de la popularidad y del ambiente cultural en general como de la peste. Un buen día dejó su Varsovia natal para instalarse en un pueblecito perdido de la región, donde dirige la pequeña editorial Wydawnictwo Czarne –junto a su mujer– y se dedica, en sus ratos libres, a la cría de ovejas y llamas.

Sin duda, estamos ante un individuo peculiar: movido por sus convicciones pacifistas, desertó del ejército –cuenta la leyenda que montado en un tanque–, por lo que pasó año y medio en una prisión militar. Esta dura experiencia le proporcionó el material para su debut literario, Mury Hebronu ("Las murallas de Hebrón"), que escribió en tres semanas; publicado en 1989, tuvo bastante éxito. Después de tan prometedor estreno, se retiró al sur del país, donde combinó su carrera literaria con oficios como el de cuidador de una iglesia ortodoxa.

Stasiuk tiene otra pasión: viajar. Principalmente por Polonia, aunque también ha visitado países vecinos como Eslovaquia. No tiene interés en alejarse mucho más: tanto en los viajes como en la literatura busca conocer su entorno más inmediato, la parte del mundo en la que le ha tocado vivir: Europa Oriental.

Andrzej Stasiuk.Su obra es, en buena parte, reflejo de lo que observa en sus viajes: un mundo inestable, cambiante, inseguro y, a la vez, esclavo del pasado. Lo pueblan personajes que, en ocasiones, podrían parecer sacados de uno de los relatos galitzianos de Joseph Roth, pero se enfrentan a un entorno que no tiene nada que ver con el de hace casi un siglo. Ellos, como sus antepasados, han vivido siempre en un mundo de pobreza, rutina y monotonía, en el que el tiempo transcurre lentamente, en el que nada parece cambiar pero que, de improviso, les resulta extraño. A su remoto rincón de Europa llegan los cambios sociopolíticos que trae consigo la caída del comunismo, un torbellino que se lo lleva casi todo por delante. Desorientados, se aferran a los símbolos de un pasado no muy distante, a la tradición, a la seguridad de la rutina... pero eso no les basta. Más de cuarenta años de comunismo dejan su huella; añoran los trucos, los mecanismos que les han permitido superar esos años terribles, aunque saben que, para sobrevivir al cambio, tendrán que encontrar nuevos recursos. El mundo cambia y ellos tendrán que cambiar con él. Hay libertad, oportunidades, mejoras, pero eso no significa que todos tengan la capacidad o la voluntad de aprovecharlos. Habrá quienes busquen sobrevivir al precio que sea; otros, exhaustos, preferirán acompañar en su desaparición al viejo mundo que han conocido.

Stasiuk sabe retratar a esos personajes con cariño, incluso con ternura, pero también de mostrar sus miserias, la crueldad de la que son capaces en su lucha por la supervivencia, como puso de manifiesto en Nueve, quizá la más atípica de sus novelas, publicada en España por Acantilado. En esta editorial también han aparecido la novela El mundo detrás de Dukla, el ensayo Mi Europa y el libro de viajes El camino a Babadag, una de las obras de las que más satisfecho se siente nuestro autor: considera que se acerca bastante a lo que pretendía escribir, una especie de En la carretera de Kerouac ambientada en la Europa del Este y en la que el elemento humano es lo de menos; prefiere centrarse en el ambiente, en el paisaje, incluso en los pequeños detalles –una cajetilla de tabaco, un billete de banco–, y en cómo éstos configuran nuestra realidad. En cuanto al estilo, Stasiuk concede gran importancia al lenguaje preciso; es admirable la forma en la que logra describir, en pocas palabras y sin florituras innecesarias, un ambiente, un color, la forma en la que un rayo de sol ilumina un claro del bosque o el calor agobiante que se siente en la cabina de un tractor en un día de verano.

La última obra de Stasiuk que ha publicado Acantilado, con una excelente traducción de Alfonso Cazenave, es Cuentos de Galitzia. Un conjunto de quince breves relatos ambientados en un pueblecito de la región. Mísero, feo, con casas destartaladas, una carretera llena de baches y una plaza que es el corazón del lugar: allí están la tasca, la iglesia, el kiosco y la parada de autobús. Poco más hay en el pueblo y el entorno: otros pueblos igual de pobres e insignificantes, un bosque, una frontera. Emigrar parece la única forma de escapar de ese ambiente opresivo, en el que no parece haber futuro ni, paradójicamente, pasado. El tiempo, dice el autor, es esférico, y el mundo, "una realidad amorfa y apática".

Leer estos Cuentos de Galitzia es, en realidad, como contemplar un montón de fotografías esparcidas sobre una mesa. No son como las de un reportaje de National Geographic, perfectamente expuestas, con una composición impecable, impresas en papel de calidad, con cuidados pies de foto... Es un montón caótico, heterogéneo, en el que se mezclan polaroids tomadas prácticamente al azar, tan borrosas y opacas como el paisaje que retratan, con imágenes de alta definición en las que es posible distinguir hasta las motas de polvo que flotan en la penumbra de una iglesia. Si los impresionistas eran los pintores de la luz, Stasiuk es, sin duda, un escritor de la luz. A veces las imágenes que nos transmite son tan oscuras que apenas se puede intuir en ellas un contorno. Otras deja entrar algo más de luz en su cámara y distinguimos colores, formas, adivinamos una historia. Hay viejas imágenes en sepia, llenas de melancolía y sutileza, y también retratos tomados con una luz tan dura que duele mirarlos.

Todos estos relatos, estas fotografías, tienen en común algo más que el paisaje. No son una serie inconexa, dejada al azar. Conforme avanzamos en la lectura nos damos cuenta de que hay puntos de encaje, de que las fotos componen una secuencia, como en un retablo. Un retablo que nos muestra las historias de una tierra dura e ingrata, de sus vivos y también de sus muertos. Sí, porque también los fantasmas tienen su lugar en Galitzia. Por muy monótona que sea la existencia allí, más monótona y fría les parece la no existencia del otro lado. La vida, nos dice Stasiuk, es redonda, se mueve en círculos, y aunque alguien consiga escapar de ella, en su lugar aparece otro, de forma que todo parece seguir igual. Así, estos cuentos carecen de principio y fin. No hay un protagonista, ni una trama definida, pero sí un hilo conductor: la unión de esta tierra y sus pobladores, las pequeñas historias que van componiendo una mayor año tras año, siglo tras siglo. En el fondo, los personajes que pueblan estos cuentos tienen los mismos miedos, incertidumbres y pasiones que han dominado a sus antepasados desde hace siglos. También ellos, como las fotografías, se han quedado congelados en el tiempo.

 

ANDRZEJ STASIUK: CUENTOS DE GALITZIA. Acantilado (Barcelona), 2010, 128 páginas. Traducción de Alfonso Cazenave.

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