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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

Epopeyas de hojalata (1)

He leído con bastante retraso el libro de Albert Forment José Martínez: la epopeya de Ruedo Ibérico, finalista del premio Anagrama de Ensayo 2000. Bueno, ya lo había hojeado superficialmente en casa de Alicia y Regino (¡Hola!) ¿Qué tal? Recuerdos a Óscar), y resulta que una entrañable amiga me lo regaló estos días, diciéndome: “Te cita a menudo”.

He leído con bastante retraso el libro de Albert Forment José Martínez: la epopeya de Ruedo Ibérico, finalista del premio Anagrama de Ensayo 2000. Bueno, ya lo había hojeado superficialmente en casa de Alicia y Regino (¡Hola!) ¿Qué tal? Recuerdos a Óscar), y resulta que una entrañable amiga me lo regaló estos días, diciéndome: “Te cita a menudo”.
Logo de Ruedo Ibérico.
Podrá parecer curioso que no lamente mi insuficiente protagonismo en esta biografía de Pepe Martínez, sino que, al revés, critique al autor por exagerar mi papel en Ruedo Ibérico, porque una cosa es decir a Martínez, en un café o en su librería, ¿por qué no publicas tal o cual libro, o dedicas una colección a tal o cual tema?, y otra, muy diferente, participar, desde dentro, en las decisiones de una editorial y en las de su director, lo que se me atribuye falsamente en este libro.
 
De entrada, diré que me parece totalmente legítimo y positivo que, cuando un país soporta una dictadura y padece censura (que la nuestra haya evolucionado y fuera menos drástica que otras no viene a cuento: aunque se vista de seda, en censura se queda), se creen editoriales en otros países con el objetivo de dar a conocer al más amplio público posible lo prohibido en el propio país. Holanda tiene, en este sentido, la fama merecida de haber sido durante siglos el refugio editorial de numerosos heterodoxos y herejes, que publicaban en sus propias lenguas. Las cosas resultan más fáciles tratándose de una lengua como el español, lengua "imperial", es decir en continua expansión. Bueno, hay que matizar, porque si efectivamente se desarrolla en EEUU, pongamos, se ve al mismo tiempo inquisitorialmente perseguida en las provincias vascas y catalanas, como todo el mundo sabe, y demasiados aceptan.
 
Por los años 1940 y siguientes los exiliados españoles no tuvieron demasiadas dificultades para fundar editoriales, o colaborar en las existentes, en Buenos Aires, México DF, Caracas, etcétera, con la ventaja indiscutible de tener al alcance de la mano, por así decir, a potenciales lectores mejicanos, argentinos o venezolanos, ventaja que no tenía en Nueva York mi admirada Victoria Kent, que sin embargo se empeñó en sacar adelante su revista y editorial Ibérica, donde mi padre publicó un par de libros ilegibles.
 
Uno de los libros publicados por Ruedo Ibérico.Pese a ser entonces una ciudad muy española, París no podría competir en ese sentido con las capitales latinoamericanas, aunque tuviera otra ventaja: la proximidad de la madre patria. De todas formas, y por los motivos que sean, en París siempre se han editado libros en español, y mi Quijote está publicado, en 1923, por la Casa Editorial Garnier Hermanos. Esta actividad editorial aumentó considerablemente en tiempos de la dictadura, lo cual también es lógico, y si Ruedo Ibérico es, probablemente, la más conocida de estas editoriales, no fue la única. La Librería Española, calle del Sena, no sólo vendía sino que publicaba libros españoles, sobre todo de Tuñon de Lara y Corrales Egea, y uno, o dos, de Juan Goytisolo. Lo mismo hacían las Ediciones Hispanoamericanas, calle Monsieur le Prince, fundadas por Andrade y el simpático frenético de Robles, que también era librería. Más tarde, el PCE fundó su propia editorial, Ebro, con esa inconsciente manía suya de celebrar sus derrotas. Y, sin dar más la lata, señalaré, muy de paso, que hubo otras iniciativas, más efímeras y más pobres, habiendo yo participado en una de ellas.
 
Comenzaré mi comentario al libro de Albert Forment como comencé su lectura: leyendo primero las notas que me conciernen, método habitual de lectura de muchos, aunque pocos lo reconozcan. Pude percatarme de su, digamos, "imprecisión". Veamos:
 
"En París muchos militantes de la etapa anterior [se refiere al FLP] habían girado hacia otras organizaciones, concretamente hacia Acción Comunista, un grupo de cierta inspiración trotskista. En ella estaban José Luis Leal, Ubierna, Carlos Semprún, a los que se podía ver por las calles vestidos de verde olivo, como los militantes cubanos" (página 294).
 
¿Quién habla? No es Forment, sino Joaquín Leguina, no faltaba más. Incluso si la chorrada del "verde olivo" (¡José Luis de "verde olivo"!) pretende ser una imagen malévola, es falsa; primero, porque "trotskistas" y "verde olivo" no pegan: por aquellos años 60, los trotskistas en Cuba estaban tan perseguidos como en la URSS. Y si significa que teníamos simpatías "castristas", en lo que a mí me concierne, si fue cierto en los comienzos de la dictadura cubana, ya por entonces estaba muy de vuelta. Mucho más, en todo caso, que Leguina y sus amigos políticos, que se refugiaron en el PSOE para chupar del bote. PSOE que sigue manteniendo, con Zapatero, excelentes relaciones con el Tirano barbudo.
 
Que yo sepa, uno de los pocos que se pasó con nosotros del FLP a Acción Comunista, y se hizo efectivamente trotskista, fue José Antonio Ubierna, al que Leguina acogió generosamente cuando era presidente de la Comunidad madrileña, y hasta escribieron juntos un pésimo libro: Años de hierro y esperanza. Título perfectamente soviético.
 
Por cierto, y pese a lo que afirma Forment en las páginas 327 y 331 de su libro, yo jamás pisé Cuba, ni para asistir a congresos pseudoculturales ni para que me montaran jineteras (yo me lo pierdo), como jamás fui miembro del consejo de redacción de la revista Cuadernos de Ruedo Ibérico, en la que sólo publiqué un artículo, y un artículo piedra de escándalo, como veremos. Cosa que es mucho más fácil de verificar que los rumores e infundios que reproduce Forment como palabras del Evangelio.
 
Tampoco entiendo por qué (págs. 400-401) afirma que "le daba la lata" a Martínez para que publicara en francés (¿), porque aparte de algún libro concreto, cuya edición en español y francés podía plantearse, cosa que ya hacía Pepe sin necesidad de mis "latas", jamás se me ha ocurrido aconsejarle competir con Gallimard, pongamos. Imbécil seré, pero no tanto.
 
Imagen tomada de www.erotic-fine-art.com.Tampoco es cierto que le "diéramos la lata" Xavier Domingo y yo para que editara una colección erótica. Lo que ocurría, en realidad, es que Martínez se moría de ganas, pero no se atrevía, habida cuenta de cuán mojigata era entonces la emigración de izquierdas. Nosotros, eso sí, nos limitamos a alentarle insistiendo en que podía concebirse una colección erótica de calidad literaria (y no chabacana, como La sonrisa vertical, por ejemplo). Pero Martínez siguió sin atreverse hasta el "destape" consiguiente a Mayo del 68, cuanto al fin se atrevió a publicar La filosofía en el tocador, de Sade, la hortera pero exitosa Emmanuelle, de Arsan, y Erótica hispánica, de Xavier Domingo. (Otro detalle: Xavier publicó tres libros en Ruedo Ibérico, yo ninguno).
 
Algo parecido me gustaría señalar en relación con la revista Cuadernos de Ruedo Ibérico: negar rotundamente que su "giro evidente" seguía "las orientaciones de Carlos Semprún y Xavier Domingo" (págs. 412-413). Lo que sí es cierto es que la revista no nos gustaba, la considerábamos un ladrillo, aburrida y dogmática, y que además perdía su razón de ser, ya que en la España "franquista" había publicaciones como Triunfo, Cuadernos para el Diálogo, luego Cambio 16, etcétera, en las que los mismos, o casi, decían lo mismo, o casi, salvo que a veces con guantes grises, cara a la censura. Todo en Ruedo Ibérico, revista como editorial, olía a rancio.
 
Entre las mil y una cosas inventadas que nos atribuye el autor a Xavier y a mí (quienes, por otra parte, no estábamos "casados", y discrepábamos a menudo, aunque, eso sí, muy amistosamente) está la idea de un número especial de Cuadernos sobre el movimiento libertario español. Yo no tengo en absoluto la paternidad de esa idea, ni sé quién la tuvo, posiblemente el propio Martínez, recordando su pasado cenetista. El caso es que, si apoyé dicha idea, no colaboré en dicho número. Ridículo resulta, pues, escribir que "exigimos" a Martínez esa publicación, prohibiéndole además meter baza en ese asunto.
 
Forment se basa en cartas de Pepe y en conversaciones sobre Martínez, pero él mismo reconoce que éste era muy exagerado y atrabiliario, y soy testigo de que podía decir pestes de alguien un día y cenar amistosamente con él al día siguiente. Para orientarnos en esa marabunta de opiniones y de chismes que el autor vierte en su libro para exaltar la figura de José Martínez y su epopeya editorial están los hechos, y es un hecho que yo jamás estuve en Cuba, jamás pertenecí al consejo editorial ni de Cuadernos ni de Ruedo Ibérico, que nada escribí para el número especial sobre el "movimiento libertario español"; en cambio, escribí y publiqué, por mi cuenta y poco después, Ni Dios, ni amo, ni CNT.
 
En una palabra, jamás pertenecí a esa "banda", salvo en tres ocasiones que señalaré en mi próxima crónica, desde el ángulo de la crítica al exilio español en París.
 
 
Albert Forment i Romero: José Martínez: la epopeya de Ruedo Ibérico. Anagrama, 2000; 696 páginas.
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