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LA REPÚBLICA DE AZAÑA

Girauta, ese tío raro

Que este Girauta no era buena compañía y me iba a traer problemas lo empecé a intuir una tarde de invierno, allá por 1982. Recuerdo perfectamente la escena, como si hubiera sucedido ayer. Ocurrió en la segunda planta de la sede nacional del PSC, en la calle Nicaragua de Barcelona.

Que este Girauta no era buena compañía y me iba a traer problemas lo empecé a intuir una tarde de invierno, allá por 1982. Recuerdo perfectamente la escena, como si hubiera sucedido ayer. Ocurrió en la segunda planta de la sede nacional del PSC, en la calle Nicaragua de Barcelona.
Yo estaba esperando a Miquel Iceta en la antesala de su despacho y di en entablar conversación con la secretaria de Josep Maria Sala, el ya por entonces capo de Filesa que dirigía con puño de hierro la Secretaría de Organización (en esa época, de un tal Pepe Montilla sólo sabíamos que se trataba de un oscuro alcalde del Bajo Llobregat al que, fuera de Cornellá, nadie conocía). En un momento dado, y bajando súbitamente la voz, Mari Carmen, que así se llama, me advirtió con semblante preocupado: "No deberías andar con ese tío. Es muy raro".
 
El tío raro era Girauta, que acababa de pasar por nuestro lado camino de alguna de las decenas de reuniones insoportablemente plúmbeas que se concertaban allí cada día. Y aquella rareza suya que habría de escandalizar hasta al auxilio administrativo de la casa tenía que ver con cierta pegatina que lucía adherida a una carpeta que siempre lo acompañaba a todas partes. Una pegatina que reproducía los colores de la bandera de… ¡España! con el lema "Viva la Constitución" (poco tiempo antes se había producido el intento de golpe de Tejero).
 
Mas, con ser grave lo anterior, no acababan ahí las extravagancias heréticas del personaje. Y es que, encima, se entregaba con entusiasmo y fruición a dos vicios inauditos en aquel ambiente: leía sin parar, como un condenado, y hablaba de ideas políticas, también sin parar. Un tipo así, alguien que en cualquier momento te podía salir con un "¿Qué hay de Azaña?", cuando el tema único de todas las conversaciones era "¿Qué hay de lo mío?", no podía durar mucho en el partido. Y quien le diese cuerda en tertulias hasta la madrugada por los bares de Las Ramblas tampoco. Sólo podía ser cuestión de tiempo. De muy poco tiempo, además.
 
Así, sólo cuatro años más tarde, en 1986, aquel tío raro de la pegatina ya era, oficialmente y a todos los efectos, un loco, trepa, resentido, españolista, lerrouxista y facha. Y quien seguía dándole cuerda en aquellas tertulias hasta la madrugada por los bares de Las Ramblas también, como no podría ser menos.
 
Aún tardaríamos bastante en saberlo nosotros mismos, pero aquella primavera de 1986 no sólo acabábamos de abandonar el PSC, sino algo que iba mucho más allá de esa grotesca corte de los milagros, el submundo sórdido del aparato, ya por entonces repleto a rebosar de ganapanes, buscavidas y pícaros capaces de vender a sus madres por una concejalía de Urbanismo. Porque de donde en realidad nos estábamos marchando era de la izquierda y del nacionalismo, las dos incubadoras intelectuales, morales, estéticas y sentimentales en que habíamos sido amamantados desde la adolescencia.
 
Aunque, por lo menos en mi caso personal, aquel adiós a todo eso todavía no incluía a Azaña. A fin de cuentas, habían sido algunas páginas de La velada en Benicarló lo que me había ayudado a empezar a abrir los ojos sobre la naturaleza profunda del catalanismo político. Confesiones del Azaña más lúcido y amargo como ésta:
 
La Generalidad funciona insurreccionada contra el Gobierno. Mientras dicen privadamente que las cuestiones catalanistas han pasado a segundo término, que ahora nadie piensa en exaltar el catalanismo, la Generalidad asalta servicios y secuestra funciones del Estado, encaminándose a una separación de hecho. Legisla en lo que no le compete, administra lo que no le pertenece.
 
O esta otra, ya con la guerra definitivamente perdida y tan premonitoria de lo que ahora mismo acontece:
 
Los periódicos, e incluso los hombres de la Generalidad, hablan a diario de la revolución y de ganar la guerra. Hablan de que en ella interviene Cataluña no como provincia sino como nación. Como nación neutral, observan algunos. Hablan de la guerra en Iberia. ¿Iberia? ¿Eso qué es? Un antiguo país del Cáucaso… A este paso, si ganamos, el resultado será que el Estado le deba dinero a Cataluña.
 
De ahí que, a pesar de todo, aún salvase a Azaña de la quema. De ahí que, en el fondo, todavía lo creyera uno de los nuestros. Y también de ahí la última asignatura pendiente: saldar cuentas históricas con el único mito que nos había acompañado en la huida de aquel mundo que ya nunca más sería el nuestro.
 
Esa es la que, veinte años después, acaba de superar brillantemente Juan Carlos Girauta con La república de Azaña. Y es que llevaba toda la razón del mundo la secretaria de Sala: aquel tío de la pegatina era muy raro.
 
 
JUAN CARLOS GIRAUTA: LA REPÚBLICA DE AZAÑA. Ciudadela (Madrid), 2006; 286 páginas. Prólogo de PÍO MOA.
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