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UNA NUEVA LAICIDAD

Guía para no extraviarse en la sociedad laica

Lo mejor de la filosofía –su verdad más honda y hermosa, tras el pretencioso experimento estructuralista y su secuelita, el deconstructivismo– se piensa en los aledaños de la poesía y la religión, cuando no en sus aguas profundas. Aguas mezcladas, convergentes, pues, como acierta a ver María Zambrano, la inmersión en la Verdad que constituye el acto central del religare (volver a unir lo fue Uno y está disperso) sólo puede hacerse por la bocana turbia, insatisfactoria, del símbolo poético, un decir a la vez elusivo y penetrante que se sabe asomado al abismo y aun así lo nombra.

Lo mejor de la filosofía –su verdad más honda y hermosa, tras el pretencioso experimento estructuralista y su secuelita, el deconstructivismo– se piensa en los aledaños de la poesía y la religión, cuando no en sus aguas profundas. Aguas mezcladas, convergentes, pues, como acierta a ver María Zambrano, la inmersión en la Verdad que constituye el acto central del religare (volver a unir lo fue Uno y está disperso) sólo puede hacerse por la bocana turbia, insatisfactoria, del símbolo poético, un decir a la vez elusivo y penetrante que se sabe asomado al abismo y aun así lo nombra.
Religare. En el principio, poesía y filosofía formaban el único lenguaje para hablar, no acerca de Dios, sino directamente a Él. Los antiguos –léase los sabios– saben que no se puede pensar a Dios sin que Él tome parte en el decir. Él, o sea, la Verdad Absoluta, se hace inteligible a través de la razón; una razón que, como observa Kant, no es otra cosa que un bien absoluto que necesita ser formulado; de la manera más exacta posible, por cierto.
 
Los positivistas del Derecho y de la Ciencia recelan de esta identificación entre la palabra y la cosa, entre el logos y la Verdad, entre el saber y su objeto. Lo llaman despectivamente "esencialismo". Postulan un conocimiento de los hechos desligado del misterio de las causas últimas.
 
Para quien así contempla al hombre y su realidad concreta, la insuficiencia radical del lenguaje frente a la Verdad nunca será un obstáculo. Nunca se agobiará por ver y no poder nombrar. No sentirá la angustia y a la vez el arrobamiento de un saber que merodea el misterio sin consumarlo, para que sea éste el que vaya al encuentro de la libertad y no la reduzca, como de manera inexorable acaba consiguiendo un saber positivista, o saber de la "finitud".
 
Para este saber, es Derecho todo lo que promulga el Estado y es Naturaleza todo lo que puede medirse. Con esta razón escuálida forjan la convivencia humana, sientan las bases para que cualquier cosa que pueda hacerse se haga efectivamente en el marco de una laicidad sin Verdad, que es como decir un laicismo esclavista.
 
La emergencia de un renovado pensar sobre la relación entre Verdad y Libertad obedece probablemente a que el Estado, como sustituto de la religión, está dirigiendo la entrada de lleno en la llamada sociedad postsecular. Fracasada la teogonía de Estado con la caída del Muro de Berlín, Europa y Occidente acarician la tentación de convertir el Estado en un sustituto indoloro de la religión.
 
Su mensaje sería el siguiente: una sociedad liberada, al fin, de las utopías totalitarias del siglo XX no tiene necesariamente por qué ser una sociedad que retome la senda de la Verdad con el humilde pertrecho de la libertad. No hay necesidad de malgastar la libertad en el religare, en el acto de volver a unir lo disperso, cuando se la pueda emplear en todo lo que es posible hacer merced a la Ciencia y la Ley. Una sociedad liberada de los tiranos debe ser ocasión, nos dicen, para liberar al hombre de la Verdad.
 
Éste es el fundamento de un laicismo que usurpa el lugar que le corresponde a una sana laicidad en la sociedad postsecular. En la sociedad laica –que no en un Estado laicista–, las esferas del Estado y la Religión son autónomas, pero no indiferentes. Se reconocen mutuamente, se aceptan y aprenden la una de la otra.
 
El laicismo –que no la sana laicidad– propone, en cambio, que el vacío de las ideologías se llene con una nueva ideología, la ideología de la finitud, de la caducidad. El hombre post-secular se convierte, así, en un "experimento de sí mismo", como celebra el filósofo alemán Marc Jongen. Se diría que, en la era de la biotecnología, cuando ninguna Verdad es lo bastante visible y ningún tirano lo bastante coercitivo como para condicionar la libertad a un fin trascendente al individo-mónada, llega al fin el turno del superhombre, un dios en la tierra cuya sagrada voluntad no conoce límites.
 
¿Por qué, entonces, renace con fuerza la filosofía? ¿Por qué se vuelve a pensar con tanto rigor y fecundidad poética en la relación entre Verdad y Libertad? ¿Por qué lo mejor de esa corriente procede hoy, precisamente, de las aulas del pensamiento cristiano?
 
Algunos de los mejores filósofos de nuestro tiempo pertenecen a la Iglesia Católica. Lo demuestra el deslumbrante diálogo entablado por Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger en Dialéctica de la secularización, una obra indispensable para llegar a lo más sereno, desnudo y recóndito del conocimiento del hombre. Lo corrobora, además, la obra que hoy comentamos, de monseñor Angelo Scola (Malgrate, Italia, 1941), patriarca de Venecia, un punzante repertorio de notas sobre el encuentro de la Libertad con la humana e irreductible necesidad de la Verdad, y sobre cómo debe llegar este binomio Libertad-Verdad a inspirar el reconocimiento de la diferencia política, cultural y religiosa en el seno de una sana sociedad postsecular o laica.
 
Monseñor Scola toma del célebre diálogo entre Habermas y Ratzinger la idea de que la convivencia en la sociedad plural –ojo, no confundir con sociedad multicultural: el propio autor no hace una sola alusión al multiculturalismo; lo orilla conscientemente, en beneficio del concepto de sociedad plural, en línea con el planteamiento de Giovanni Sartori sobre las ventajas de la sociedad plural y los peligros de la sociedad multicultural (vid. La sociedad multiétnica)– descansa en la actitud combinada de aprendizaje del otro y autolimitación. Para nuestro autor, la sociedad laica debe construirse sobre esta piedra filosofal. Es una sociedad del reconocimiento, el aprendizaje y la autolimitación, en la que la Libertad camina hacia su consumación en la Verdad. La libertad humana, sin Verdad humana, bracea en el vacío hacia cualquier parte, hacia ninguna, como las patitas de la araña de Kierkegaard descolgada de su tela.
 
Nada de todo esto tiene que ver con la sociedad laicista prometida por la mentalidad de los nuevos aprendices de brujo, que han brotado por doquier tras el derrumbe de las utopías totalitarias. Postulan, para cubrir el hueco que éstas han dejado, la utopía tecnológica de una Ley perfecta para convivir sin valores y una Ciencia perfecta para dominar la naturaleza, la vida y la muerte sin hacer preguntas incómodas.
 
Como nos mostró C. S. Lewis en La abolición del hombre –un libro que, en buena medida, es antecedente muy próximo de las tesis de monseñor Angelo Scola–, el dominio de la naturaleza finita, sin causas últimas, es una forma como otra cualquiera de que una minoría de hombres llegue a dominar a la mayoría.
 
En un mundo en el que todo es transparente sólo a la luz de la Ciencia, nada de lo esencial es visible. Por eso no puede prosperar el modelo de sociedad laicista que pugna por imponerse desde ciertas mentalidades influyentes y decisorias; el modelo que está detrás de las políticas del Gobierno español –por más gestos teatrales de moderación que desplieguen sus integrantes, ahora que se acercan las elecciones y hay que conectar como sea con las preguntas e intuiciones reales de la gente en el plano de los valores–, o el que inspiró el fallido tratado constitucional europeo, del que quedó excluida toda referencia al cristianismo como uno de los focos alumbradores de Europa.
 
El modelo laicista no podrá imponerse sobre la buena laicidad porque en la naturaleza del hombre está el afirmarse en el reconocimiento de lo que es diferente, es decir, en tender su libertad concreta y personal no hacia las elecciones finitas, sino hacia la Verdad absoluta o Infinitud. Por eso éste es un libro optimista, a pesar de los augurios e indicios de la codicia del Estado por disponer de las esferas de la intimidad y la conciencia del hombre en la sociedad post-secular. Monseñor Scola lo llama indulgentemente "dolores de parto".
 
¿Y qué alumbramiento se prepara? Sabio, erudito y tocado por el decir elusivo y proverbial, el decir de la poesía, nuestro autor invoca a Hölderlin, en su afamado poema El Rin, para simbolizar la irreductible y misteriosa individualidad humana:
El puro brotar es un enigma, ni siquiera el canto puede apenas desvelarlo, como empieces así quedarás, por más que obren la disciplina y el rigor, lo que más puede es el nacimiento y el rayo de luz que encuentra al recién nacido.
Para monseñor Scola, la libertad es plena y tiene sentido sólo si da cumplimiento al misterio de ese "rayo de luz que encuentra al recién nacido".
 
Tal consumación, como un imán que ha recorrido un largo camino hacia su polo opuesto, se produce con la muerte, es decir, con el abandono en la muerte. Entre ambos polos del misterio, entre el alumbramiento de un ser único, amado precisamente por ser único, que ejercerá su libertad para reconocer la Verdad y abrazarla en el momento de la muerte, entre ambos momentos trascendentales de la vida humana, poco puede hacer el Estado para imponer su mísera y esclavista finitud.
 
Monseñor Scola lo sabe, y por eso este libro es una brújula para no extraviarse en la sociedad laica, para caminar gozosa y libremente por ella y para reconocer y celebrar su pluralismo sin perder el norte de la Verdad. Además, y por si fuera poco, es un regalo de genuina filosofía a la manera clásica, es decir, de poesía.
 
 
ANGELO SCOLA: UNA NUEVA LAICIDAD. Encuentro-CEU (Madrid), 2007, 187 páginas.
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