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POESÍA

Homenaje a Mariano Roldán

El poeta andaluz Mariano Roldán (Rute, 1932) es otro de los miembros injustamente arrinconados de la llamada promoción de los años 50. Su extensa obra incluye un grupo de versos que resultan ya de obligada inclusión entre los mejores de la poesía española contemporánea. El medio siglo de su obra requiere, al menos, un breve homenaje.

El poeta andaluz Mariano Roldán (Rute, 1932) es otro de los miembros injustamente arrinconados de la llamada promoción de los años 50. Su extensa obra incluye un grupo de versos que resultan ya de obligada inclusión entre los mejores de la poesía española contemporánea. El medio siglo de su obra requiere, al menos, un breve homenaje.
Mariano Roldán.
Resulta justo recordar ahora el medio siglo de poesía que nos ha brindado Roldán, desde su Memorial en tres tiempos (1955) hasta hoy, cuando echamos de menos una necesaria y verdadera edición de sus obras completas. Periodista, traductor y, sobre todo, poeta, estamos ante otro claro ingenio andaluz: otro poeta al que las modas sociales de la literatura y las redes políticas quisieron silenciar más de una vez.
 
En aquel Madrid de la posguerra Roldán celebraba travieso la vida juvenil junto al otro gran poeta, Manuel Mantero. Juntos crearon satíricamente en la Puerta del Sol la "Orden de la Meada" –de la que ha escrito con gracia ya Antonio Burgos, al hilo de las memorias del sevillano–. Roldán y Mantero se orinaban –como requisito para el caballeresco ingreso en la Orden– en las paredes de la entonces franquista Dirección General de Seguridad. Era un símbolo de rebeldía, de celebración de la vida y, de paso, de la libertad. Esa poesía celebratoria –entre ironía y seriedad– es justamente lo que mejor define la obra de Roldán.
 
Con Uno que pasaba (1957) saltó el genio de un joven poeta que alcanzaría, tres años después, el importante premio Adonáis con Hombre nuevo (1961), primeros pasos de una extraordinaria trayectoria poética que debe ser recordada. Sin embargo, nunca hemos tenido la sensación de que en España se haya hecho verdadera justicia con Mariano Roldán. El servilismo de unas agendas y escuelas poéticas predispuestas y organizadas perjudicaron siempre al poeta cordobés.
 
Roldán, como escribimos ya sobre Mantero, se negó a ser parte de esos círculos que, con los aires de un hatajo de poetastros sofisticados y andarines, miraban con arrogancia hacia Andalucía, y también la palabra clara de este poeta de Rute. Desde su soledad creadora y su gusto por los clásicos, Roldán fue trazando su obra con paciencia, sobre la base de un conocimiento de la tradición literaria anterior, desde los clásicos como Catulo hasta los modernos cementerios marinos de Paul Valéry.
 
En Roldán no había ni realismo crítico, ni poesía social –al menos, no la que querían vender algunos–. Tampoco líricas concretas, ni gritos ásperos de sociologías efímeras. Había siempre poesía del hombre y para el hombre, sin cabildeos ni adulaciones, sin artificialidades ni servilismos. Cincuenta años después, Mariano Roldán es ya –aunque hay que escribirlo más veces– otra de esas voces poéticas que han de quedar para siempre en nuestra historia literaria contemporánea.
 
La poesía de Roldán es lírica contenida, sabios versos del corazón que, como el buen vino, se suben a la cabeza y nos hacen soñar y meditar. Son estrofas lúdicas, capaces de darnos una imaginada introspección del mundo y de la vida, más allá de las heces y las sombras del aplauso interesado e hipócrita. En su libro Ley del canto (1970) aparece el poema 'Texto sobre la humana esperanza', prodigiosa alegoría del ciclo vital donde el padre anima al hijo a vivir:
 
Acude a ese festín que te convoca
tu destino de hombre, sorbe el jugo
de la fragante pulpa de la vida,
procura merecerla, comprenderla,
hacerla clara y necesaria y alta...
 
De Elegías convencionales (1974) extraemos un poema magistral ("Fue tu vida vulgar, doméstica, sin brillo…") que sirve de epitafio a la madre pero que se torna homenaje de esperanza: "Pero no todo muere. La luz alumbra siempre". Es desde ahí de donde Roldán avanza una convicción de la vida como celebración y donde van cuajando después libros como Inútil crimen (1977), confesión del hombre que reconoce la inutilidad de intentar conocerse a través de las palabras. Se trata de versos que funcionan como esclarecimiento y búsqueda, hasta llegar a Alerta, amantes (1978), poemario donde el amor aparece como centro en clave de categorización existencial.
 
En Roldán hay a menudo una búsqueda de conocimiento que resulta personalísima y que se conecta con una modulación de plena autenticidad. Es poesía fina, redonda, cuidada, reflexionada: versos que dicen lo más tierno con los medios más secos y como vía para implicar al lector, según se comprueba en Asamblea de máscaras (1980) y otros libros posteriores: La nunca huyente rosa (1996) o Súbita luz del verbo (2003). Al imaginar su muerte, Roldán nos invita a brindar alegremente en su funeral, para gritar secretamente "por el terrible gozo de estar vivo".
 
Al escribir en Nuevas máscaras y utopías (1988) su 'Sonata de aniversario para Ricardo Molina', otro gran poeta cordobés de la primera posguerra, Mariano Roldán saca lo mejor de sí y le confiesa al amigo ido la importancia del amor humano:
 
que me parece tiempo perdido todo el tiempo
no empleado en amar; que el amor es lo único
que del hombre hace un dios, o un demonio dichoso.
 
Esto es sólo algo del mejor Mariano Roldán, un poeta insuficientemente recordado y una voz que hace falta recuperar y leer.
 
Cuando en la antología de La poética del 50, preparada por Antonio Hernández en 1978, la gran mayoría de los poetas recogidos y encuestados se definieron políticamente como hombres "de izquierda" (incluido algún caballero banal y algún otro que se juzgó "de extrema izquierda"), Mariano Roldán prefirió definirse como liberal. Hoy sabemos que, por encima de todo eso, lo primero que fue y que sigue siendo es un magnífico poeta, y que su obra resulta ser ya fuente tan ejemplar como de necesaria lectura.
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