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AZAÑA, UNA BIOGRAFÍA

La democracia traicionada

Allá por los años 80, entre la izquierda respetable pareció difundirse un cierto hálito de revisionismo. En lo que se refiere a las interpretaciones de la Segunda República y la Guerra Civil, ese revisionismo consistió en dejar en un segundo plano las interpretaciones en clave de lucha de clases.

Allá por los años 80, entre la izquierda respetable pareció difundirse un cierto hálito de revisionismo. En lo que se refiere a las interpretaciones de la Segunda República y la Guerra Civil, ese revisionismo consistió en dejar en un segundo plano las interpretaciones en clave de lucha de clases.
Los debates encendidos sobre los méritos y deméritos del Frente Popular como estrategia para "la superación del capitalismo", enfrentada a cara de perro con la radicalidad leninista "pura" del POUM o la revolución "genuinamente española", por antiestatal, de la CNT-FAI, cedieron la primacía a nuevos dogmas: la Segunda República se convirtió entonces en la madre incuestionable de todo proyecto democrático que pudiera plantearse en España, y Manuel Azaña, antaño menospreciada encarnación de la democracia "pequeñoburguesa", se alzó a la condición de mayor estadista (y, desde luego, a la de más grande escritor político de memorias) de la España contemporánea. De ahí que, cuando tuve ocasión de comentar una edición anterior de esta biografía de José María Marco (v. La Gaceta de los Negocios del 1 de julio de 1998), titulase mi artículo "Azaña o el límite absoluto".
 
Precisamente el mérito de la biografía de Marco consiste en que traspasa ese límite, tanto por lo que hace al personaje cuanto al proyecto político republicano como fundamento exclusivo de la democracia española. Su relato, ágil y de excelente estilo, nos invita, desde la empatía (incluso la simpatía) hacia el personaje, a descubir las razones por las que el proyecto republicano de Azaña desembocó en un fracaso aplastante. Al contrario de otras biografía coetáneas, la clave psicológica por la que opta Marco implica, lejos de todo solipsismo impermeable a la realidad, una interrelación constante, muy orteguiana, entre el hombre y su circunstancia.
 
De todo ese complejo itinerario, me limitaré a destacar dos cuestiones que me parecen centrales de la biografía. Ambas están relacionadas con el anterior y brillante ensayo de Marco, titulado La libertad traicionada (Planeta, 1997). En él pasaba revista a una galería de intelectuales de las generaciones del 98 y del 14 y a la formidable confusión que generaron cuando convirtieron en forma de ganarse la vida el ejercicio intelectual de dar respuesta a los desafíos que una sociedad crecientemente urbana e industríal planteaba al régimen liberal de la Restauración. O, dicho en términos políticos, cómo afrontaron los más políticos de entre ellos la relación entre una democracia pendiente, en todo caso, de definición, con la herencia liberal del siglo XIX, y una sociedad cada vez menos tradicional.
 
Denominador común de todos ellos, y ése es el primer aspecto de la biografía de Azaña que quería resaltar, fue la descalificación, tejida de ignorancia, de la obra ingente de modernización llevada a cabo durante el siglo XIX. Menosprecio que iba unido, por cierto, a una ignorancia todavía mayor de la significación del siglo XVIII para la construcción de esa España que tanto les dolía y tan fracasada encontraban. Tampoco, con la excepción de Ortega y de un primer Maeztu, parecían cómodos con la sociedad industrial y urbana del siglo XX.
 
De la ruptura y la execración, compartidas por todos, hacia el liberalismo del siglo XIX sólo emergían dos proyectos políticos a la altura de los tiempos: el de Azaña y el de Ortega y Gasset; el primero, según muestra Marco, indiferente a los riesgos que la democracia podía hacer correr a la libertad; el segundo, plenamente consciente de éstos, aunque inicialmente se comprometiera con la Segunda República como alternativa modernizadora y democrática a una España tópicamente "decrépita".
 
La ruptura de Azaña con el liberalismo monárquico y "traidor" del XIX y, en particular, con el legado de la Restauración, tras el golpe de Primo de Rivera y la implantación de la Dictadura, lo entroncó con la tradición republicana, de la que se pretendía, no obstante, radical innovador. Dicha tradición contenía dos elementos clave. El primero –fruto del rencor hacia el liberalismo monárquico en todas sus acepciones– consistía en la pretensión alucinada de que, "en esencia", la España de 1930 era asimilable a la de Fernando VII, o incluso a la de Felipe II, por lo que resultaba posible concebir la República como una ruptura radical, una refundación de España. Este planteamiento, al contrario de lo que pretendían los republicanos, traicionaba en gran medida el modo como las Cortes de Cádiz habían inaugurado el régimen constitucional, en condiciones de verdadera catástrofe nacional.
 
Conviene advertir aquí que este tipo de planteamientos, si bien permitía a Azaña aproximarse al socialismo español, con la pretensión vana de obtener su apoyo (a cambio de proporcionarle ciertos esquemas sobre la civilización española y un modelo de régimen político del que aquél carecía), también lo alejaba sustancialmente de las fuerzas económicas y profesionales que verdaderamente tenían que ver con los procesos de modernización social y económica del país. Los socialistas, por su parte, negaron su apoyo condicional a Azaña y a su proyecto de república "burguesa" ya en el verano de 1933.
 
El otro componente de la tradición republicana remite al segundo aspecto clave de la evolución política de Azaña: el de la necesidad de unos partidos políticos fuertes con los que vertebrar una democracia moderna. Pero aunque Azaña proclamó esta exigencia antes y después de su paso al republicanismo, nunca abordó seriamente lo que representaba un esfuerzo ímprobo para sus cómodas costumbres de señorito. Una y otra vez, Marco nos lo muestra pasivo, deprimido, carente de otro recurso para la acción política que no fuera la retórica del discurso parlamentario (instrumento de sus principales, si no únicos, éxitos políticos) o del mitin "a campo abierto". La falta de rigor y realismo, derivada de su modo esencialmente literario de conocer la realidad española, llevó a Azaña a la radicalidad. La carencia de una organización política sólida lo condenó a una impotencia creciente.
 
Retrato de Manuel Azaña expuesto en el Ateneo de Madrid.Sumados, ambos aspectos permiten establecer un contraste final muy iluminador sobre las claves de su fracaso político.
 
Y es que, si bien presumía de francófilo, Azaña ignoró las claves de la estabilidad y la larga duración de la Tercera República que hubiera podido aplicar en España. En Francia, el grueso de los elementos republicanos consideró que la forma más eficaz de mantener la estabilidad del régimen pasaba por evitar la confrontación neta entre izquierda y derecha, organizadas ambas en grandes partidos, al modo inglés. Surgió así el denominado "parlamentarismo absoluto": una gran constelación central de grupos parlamentarios de raíz local o departamental, de perfiles imprecisos e inestables, que, pese a todo, se tomaba muy en serio la llamada disciplina republicana en su acción electoral y parlamentaria.
 
Dicha disciplina consistía en filtrar con eficacia, aunque con costes y dificultades crecientes en la segunda mitad de los años 30, todo impulso político proveniente de la derecha o de la izquierda que pudiera amenazar la integridad de la República. A esta vigiliancia se añadió una contundente política de orden público frente a toda tentativa revolucionaria o contrarrevolucionaria.
 
Si Azaña hubiera imitado a sus correligionarios franceses, habría convertido la unidad de los partidos republicanos en un prioridad estratégica, y jamás habría roto con Lerroux, quien representaba, por cierto, al sector más numeroso y organizado del republicanismo español. Al contrario, habría buscado su colaboración para encauzar, dentro del régimen republicano, las energías de la movilización democrática, que en un elevado porcentaje fluía por dos cauces de partido semileales a la República: la CEDA y, sobre todo, el Partido Socialista.
 
Pero claro, si se hubiera comportado así, Azaña no habría aspirado a refundar la historia de España, sino únicamente a continuarla. Y esa continuidad habría significado algo tan modesto como crucial: concentrar el significado de la República en la entronización del sufragio universal como elemento arbitral indiscutible de la confrontación política. Sin este sólido cimiento, el resto del proyecto republicano era humo. Pero Azaña prefirió sumar la radicalidad a la impotencia, y ambas a una mezcla suicida de pasividad y desdén que esterilizaba su lucidez, no pocas veces sectaria.
 
De este modo, José María Marco nos conduce, con una mezcla de ironía y consternación, y desde una cierta distancia simpre perspicaz, por la pendiente cada vez más inclinada que fue dibujando el destino de Azaña, sobre todo a partir de la vitoria del Frente Popular. Un destino que no le convirtió en padre de la República española, democrática y parlamentaria, sino en efímero y fantasmagórico presidente burgués del primer ensayo europeo de democracia popular.
 
 
JOSÉ MARÍA MARCO: AZAÑA, UNA BIOGRAFÍA. Libros Libres (Madrid), 2007, 369 páginas.
 
LUIS ARRANZ, profesor de Historia del Pensamiento en la Universidad Complutense de Madrid.
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