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'YO CONFIESO'

La historia es un violín

La crítica ha catalogado Yo confieso como novela de ideas, al estilo de las de Thomas Mann o Contrapunto de Huxley, esto es, una novela en la que, como Gide en Los monederos falsos, el autor aborda una preocupación metafísica, en este caso el concepto del mal, algo poco frecuente en la narrativa española contemporánea.


	La crítica ha catalogado Yo confieso como novela de ideas, al estilo de las de Thomas Mann o Contrapunto de Huxley, esto es, una novela en la que, como Gide en Los monederos falsos, el autor aborda una preocupación metafísica, en este caso el concepto del mal, algo poco frecuente en la narrativa española contemporánea.

A pesar de que se ha utilizado el calificativo de ideas enfrentado a popular para elogiar la última novela de Jaume Cabré (Barcelona, 1947), lo cierto es que no implica necesariamente connotaciones positivas. Porque aunque toda novela, como toda escritura, posee un sostén ideático –término utilizado por los estetas para esquivar el incómodo y casi obsoleto ideología–, al autor de una novela de ideas le acechan cuando menos dos peligros: perderse en entramados teóricos, filosóficos o morales y la utilización de la experiencia narrativa como medio para transmitir ideología o ideas de autor.

No es el caso de Yo confieso, pero ¿hay algo realmente nuevo y distinto en esta novela, se preguntará el lector? ¿Algo especial que justifique el inmediato éxito en Alemania y la inminente traducción a más de diez idiomas? ¿Por fin un autor español, más allá de Arturo Pérez Reverte y su capitán Alatriste, ha dejado atrás las fronteras nacionales del mercado literario? ¿Algo que vaya más allá del respaldo publicitario vía cita –"Absolutamente cautivador"– de Andrea Camilleri, que la editorial tiene a bien utilizar como presentación?

El argumento de Yo confieso es polifónico, con interconexión y superposición de tiempos, personajes y espacios interrelacionados por la presencia de un violín que actúa como elemento anagnórico, de reconocimiento que, siguiendo las directrices aristotélicas, servirá para alterar la conducta de los personajes y, en especial, del protagonista y narrador, el escritor y profesor de las ideas estéticas Adrià Ardèvol. Ciertamente no se trata de un instrumento cualquiera, sino de un Storioni, un valioso ejemplar dieciochesco que el anticuario Fèlix Ardèvol, padre de Adrià, le compró a un nazi que, a su vez, lo había conseguido después de descerrajarle un tiro en la nuca a su auténtica propietaria, la madre de una reputada violinista judía.

A través de la historia del violín, el lector conocerá otras historias que se superponen a lo largo de un texto extenso y atractivo, narrativamente hablando. La del propio Adrià, una infancia marcada por su don para el aprendizaje de lenguas y la falta de cariño parental, una juventud dirigida por el afán de conocimiento y el enamoramiento de Sara Volpes-Epstein, el personaje al que está dirigida la larga carta que es la novela, y, convertido en profesor de historia de las ideas estéticas con un par de libros de publicados, una madurez obsesionada por la aproximación al problema del mal. La historia de Fèlix Ardèvol, de cómo, después de dejar embarazada a una muchacha mientras estudiaba en la Universidad Gregoriana, cuelga los hábitos y regresa a Barcelona para casarse con la hija de un prestigioso paleógrafo y convertirse en propietario de una tienda de antigüedades que, con la ayuda de su asistente Berenguer, consigue de modo harto dudoso. La historia del amigo Bernat Plensa, un hombre que, a pesar de ser un virtuoso del violín, se empeña en escribir novelas y cuentos de escasa acogida y que, no obstante, desempeñará un papel decisivo para desvelar la identidad de un narrador que, según técnica jamesiana, no deja de intercalar la primera y la tercera personas. La historia de las dos mujeres más importantes en la vida de Adrià: Sara Volpes-Epstein, el gran amor de su vida, y Laura, el comodín al que recurre cada vez que se queda solo.

Historias capitales sazonadas con historias de personajes menores, pero también interesantes. La del instrumento, construido en la ciudad de Cremona en el año 1764; la de su violero, Lorenzo Storioni, y la de Jachiam de Pardàc, el cuarto hijo de la familia de leñadores Mureda que proporcionaba la madera para la fabricación de los instrumentos. La historia del tío de Sara Volpes-Epstein, el señor Haïm, una víctima de la Shoá, del que Jaume Cabré se sirve para adentrarse en la cuestión del mal y el antisemitismo en Europa. La historia del oficial nazi que intenta regenerarse trabajando de médico en el Congo y que acaba siendo ajusticiado.

Historias que ocurren en el presente contemporáneo, pero que, adaptando la técnica de Dostoievski, están salpicadas de saltos temporales, gracias a los que es posible ver, por ejemplo, al inquisidor medieval Nicolau Emerich actuando como un nazi del siglo XX y a un nazi interviniendo en una cámara de torturas en la Gerona del siglo XIV, o al propio protagonista mimetizado en un monje del monasterio de Sant Pere de Burgal.

A mi entender, Yo confieso no constituye una novela de ideas, en sentido estricto, sino una novela que populariza ideas, acerca del mal principalmente, sobre las que otros filósofos y ensayistas (Hanna Arendt, Benzion Netanyahu, Isaiah Berlin, al que Jaume Cabré rinde explícito homenaje) han reflexionado después de la Shoá, sobre todo. No obstante, sí es posible observar el universo ideoestético del escritor deslizándose de forma sutil a lo largo de toda la narración. Una visión que, por más que se presente como real, obedece a la visión personal del escritor, que contempla una Cataluña anclada en Europa y que no tiene nada que ver con el resto de España salvo porque, al menos en los años cuarenta y cincuenta, está institucionalmente habitada por los representantes del franquismo: gobernador civil, teniente coronel de la Capitanía General e inspector de policía de la comisaría de Vía Laietana.

No obstante, y a pesar de que algunos de los personajes fundamentales obedezcan a una inspiración teórica más que a realidades existenciales –no se entiende, por ejemplo, que Sara Volpes-Epstein, que se declara judía no observante, prepare comida kasher y que, observando las reglas de kasherut, acepte el pollo no kasher que prepara Adrià–, la novela Yo confieso rezuma imaginación y saber narrativo, un cálculo preciso de los tiempos en que aparecen las acciones raigales y las escenas secundarias, un sólido argumento con diversas y ricas derivaciones.

Así es que sí. Parece que sí hay algo nuevo en la novela de Jaume Cabré, y no son precisamente las ideas, metafísicas o filosóficas, sobre el mal, pues, como acepta en la última parte de la novela, en tanto que profesor de ideas estéticas, carece de instrumentos intelectuales y filosóficos que le permitan abordar esa cuestión como es debido. ¿Una vuelta de tuerca retórica? ¿La banalización o popularización del tema de la Shoá? Tal vez sí o tal vez no. Que el lector decida.

 

JAUME CABRÉ: YO CONFIESO. Destino (Barcelona), 2011, 864 páginas.

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