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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

La Revolución Americana

Ernesto Hemingway, que despreciaba a los que le admiraban (sus razones tendría), solía burlarse de Winston Guest, su compañero de fatigas en la aventura personal y caribeña con la que participó a su modo en la Segunda Guerra Mundial, además de sobrino de Sir Winston Churchill, a propósito de su singular y entusiasta lectura de la Vida de Jesús de Ernesto Renán.

Ernesto Hemingway, que despreciaba a los que le admiraban (sus razones tendría), solía burlarse de Winston Guest, su compañero de fatigas en la aventura personal y caribeña con la que participó a su modo en la Segunda Guerra Mundial, además de sobrino de Sir Winston Churchill, a propósito de su singular y entusiasta lectura de la Vida de Jesús de Ernesto Renán.
Hemingway.
Con la pretensión de mostrarle como un ignorante mayúsculo e irreparable, contaba el novelista que le había dado un ejemplar del clásico francés y el joven Guest se había entregado a la historia hasta el punto de no poder contenerse y lanzarse sin reparos a las últimas páginas, para ver cómo terminaba.
 
Acaso la clave de tal necesidad no estuviese tanto en la enciclopédica ignorancia del lector, supuestamente capaz de desconocer la muerte de Cristo en la cruz, como en el talento de Renán para renovar una historia de todos sabida. Nada inventó tampoco Gabriel Miró en las Figuras de la Pasión del Señor, pero su prosa dio nueva vida a lo archiaprendido. Muchos años después, Gustavo Martín Garzo lograría algo similar en El lenguaje de las fuentes.
 
Nadie ignora que George Washington llevó a buen puerto una larga y penosa guerra contra Gran Bretaña, que se extendió desde 1775 hasta 1783 y que culminó con la consolidación de la primera democracia moderna, la de los Estados Unidos de América. El 4 de julio de 1776, cuando esa guerra estaba aún en su primera etapa y todo parecía obrar en contra del gran proyecto de la nación americana, delegados de las entonces trece colonias británicas en el Nuevo Mundo, reunidos en el Congreso Continental de Filadelfia, Pensilvania, declararon formalmente su independencia del Imperio.
 
En aquel momento nadie estaba seguro de que esa independencia pudiera tornarse real. Washington, que era el más consciente de las limitaciones materiales, ideológicas y morales de sus fuerzas, lo estaba aún menos. La clave militar de la posesión del país estaba, o parecía estar, en Nueva York: si se controlaba ese puerto, lo demás caería por su propio peso.
 
George Washington.A mediados de 1776 Lord Howe lanzó la ofensiva británica sobre esa parte del mundo, y a las tropas americanas no les quedó otra alternativa que la retirada. Sólo hacia el final del año, el día de Navidad, pese a lo desfavorable de su situación, con pocos soldados, menos alimentos y en el corazón de un crudo invierno, la situación empezó a invertirse, en la pequeña ciudad de Trenton, donde los hombres de Washington, sin bajas, se impusieron a una porción sustancial del ejército mercenario alemán, de Hesse, contratado por Jorge III para el servicio en América. Se trataba de profesionales muy aguerridos, de una dureza y una crueldad sin parangón en toda Europa. Así y todo, las menguadas filas independentistas se impusieron a ellos, con la ayuda del factor sorpresa y del enorme frío reinante.
 
Los americanos eran hombres que nunca antes habían sido soldados (granjeros, profesionales, comerciantes) y que carecían de toda experiencia. Incluso los generales, que probaron sobradamente su inteligencia y su coraje, se habían improvisado sobre la marcha, y nunca mejor dicho. Nathanael Greene venía de trabajar en una fundición. Henry Knox había sido librero en Boston. El único militar profesional era el carismático y tristemente célebre general Charles Lee (no confundir con el Lee de la Confederación en la guerra civil de 1861-1865), inglés pasado a la causa americana, posteriormente capturado por Lord Howe y finalmente asesor de los británicos. En principio, poco se podía esperar de ellos.
 
En su espléndida obra 1776, editada por Belacqua en su colección "El ojo de la historia", David McCullogh (dos veces premio Pulitzer de Historia por sus biografías de Truman y John Adams) consigue lo que Renán: angustiar al lector en la narración de unos acontecimientos cuyo resultado final es conocido.
 
Aquel año fue desastroso para la causa americana, hasta la breve pero decisiva batalla de Trenton. Los hombres estaban cansados, mal alimentados, descalzos en su mayoría, enfermos de tifus, de escorbuto o de tuberculosis. Muchos desertaron, otros murieron congelados, desnutridos o por enfermedades. Los pobladores de Nueva York y de Jersey, a la vista de que lo más probable era que los británicos fueran finalmente vencedores, se pasaban en masa al enemigo, que había prometido un generoso olvido y la preservación de la propiedad.
 
A mediados de 1776 todo parecía perdido. Y empeoraba a medida que pasaban los días. El que sea capaz de relatar ese período prescindiendo de cualquier mención al que en esos días era un provenir incierto será un narrador magistral. Es el caso de McCullough. Página tras página, el lector se pregunta cómo fue posible que las cosas terminaran bien para Washington, comparte con él y con sus compañeros de fatigas cada desencanto, cada retroceso, agradece a Dios cada fracaso de Lord Howe y celebra las buenas noticias, por escasas y leves que puedan ser, con el corazón rendido a los combatientes.
 
1776 es un libro profusamente documentado. Felizmente, fueron muchísimos los soldados que escribieron diarios o memorias, y es notable la cantidad de cartas privadas que se han conservado; cartas en que cada uno contaba la guerra, día a día, a su esposa, a sus hijos o a sus hermanos ausentes; incluido el propio Washington. Leemos a los protagonistas.
 
Sin embargo, la gran inteligencia (y el gran talento) de McCullough radica en haber sabido tratar todo ese material con técnicas de ficción. No es que invente diálogos, ni que atribuya a los personajes sentimientos conjeturales, sino que combina los testimonios y la información de modo tal que ningún dato queda librado a su fría enunciación; arma, pues, un relato de la guerra a partir de relatos individuales, y por lo tanto llenos de emociones, de miedo, de esperanza, de desasosiego, de agotamiento o de fuerza moral. El resultado es todo lo contrario de una novela histórica al uso, donde todo se inventa a partir de unos sucesos no demasiado bien conocidos, ni por el autor ni por el lector.
 
Hace tiempo que algunos abogamos por un tratamiento ficcional de la historia (que no es una sucesión de acontecimientos, sino el relato de esa sucesión) y por un tratamiento documental de la ficción, que evitaría tanto lamentable anacronismo como circula. En el campo de la novela, puedo dar no pocos ejemplos de realización de ese reclamo: El fantasma de Harlot, de Norman Mailer, la única historia existente, completa y documentada, del proceso que llevó de la OSS a la CIA y el MI5, que sin embargo es, sobre todo, una novela cuya lectura no se puede interrumpir; Operación Shylock, de Philip Roth, la crónica más precisa que conozco de los conflictos ideológicos contemporáneos en torno del Estado de Israel; y no sigo porque esta reseña tiene un espacio asignado.
 
En el campo de la historia, hace décadas que el éxito de El queso y los gusanos, de Carlo Guinzburg, abrió las puertas al tratamiento ficcional de la investigación. Desde luego, no cabe echar en el olvido los Episodios nacionales de Galdós, aunque no hayan servido como modelo fuera de España. Algo diferente de lo que habían venido haciendo con probidad Robert Graves o Gore Vidal –novela histórica con sólidos fundamentos–, lo que Salvador de Madariaga había hecho ya en su serie histórica de Esquiveles y Manriques, iniciada con El corazón de piedra verde.
 
Lean ustedes 1776. Me lo agradecerán.
 
 
DAVID McCULLOUGH: 1776. Belacqua (Barcelona), 2007, 510 páginas.
 
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