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LA TUMBA DEL TEJEDOR

La vida es sueño

No puede decirse que Seumas O'Kelly (ca. 1880-1918) fuera un tipo especialmente afortunado, sobre todo en lo que se refiere a su carrera literaria. Nació en Irlanda, probablemente uno de los lugares del mundo con más escritores por kilómetro cuadrado, y en una época, además, en la que los autores de talento abundaban especialmente.


	No puede decirse que Seumas O'Kelly (ca. 1880-1918) fuera un tipo especialmente afortunado, sobre todo en lo que se refiere a su carrera literaria. Nació en Irlanda, probablemente uno de los lugares del mundo con más escritores por kilómetro cuadrado, y en una época, además, en la que los autores de talento abundaban especialmente.

Ser contemporáneo de Joyce, Wilde, Yeats o Lady Gregory sería, sin duda, muy estimulante y enriquecedor, pero lo cierto es que el bueno de O'Kelly lo tuvo difícil para destacar. Alcanzó, sin embargo, cierta notoriedad como dramaturgo y, sobre todo, como autor de relatos breves. Tuvo la mala suerte de morir bastante joven, en 1918, de un derrame cerebral que sufrió durante el asalto de unos soldados británicos a la sede del periódico del que era editor: el Nationality, vinculado al Sinn Féin. Fue llorado y honrado por sus compatriotas, pero hoy, probablemente, pocos le recordarían (sobre todo fuera de su país), de no ser porque escribió uno de los cuentos más hermosos de la literatura irlandesa: La tumba del tejedor.

La joven editorial barcelonesa Sajalín ha descubierto esta joya, inédita en España, y la ha publicado con una admirable traducción de Celia Filipetto. Se trata de una obra que, pese a su brevedad (apenas 70 páginas), encierra tanto, que una primera lectura apenas basta para descubrir todo lo que puede ofrecernos. En ella, O'Kelly se revela como lo que sus compatriotas llaman un shanachie, un gran contador de cuentos y leyendas. Sin recurrir a artificios ni a un falso romanticismo, logra describir perfectamente la Irlanda rural y sus hermosos paisajes, pero también la soledad, la pobreza y el aislamiento que sufrían sus habitantes. Retrata magistralmente a los propios irlandeses y el fuerte vínculo de éstos con la tierra y la tradición. Queda claro el amor que siente hacia su patria y sus paisanos, pero sin idealizarlos; ni cae en el chovinismo ni evita la crítica (extremadamente ácida, en ocasiones) de lo que considera negativo o ridículo. Se mezclan en la narración andanzas de vivos y muertos, humor y drama, leyendas y cotilleos. Los diálogos son frescos, auténticos, nada forzados. La forma en la que se introducen pequeñas digresiones para que los personajes relaten anécdotas locales, sucesos que acontecieron en tal o cual entierro, está especialmente lograda. Da la impresión de que cualquiera de esas historietas podría haber servido para que O'Kelly escribiera otro cuento tan delicioso como el que nos ocupa.

El argumento, en apariencia, es simple: Mortimer Hehir, el tejedor, ha muerto, y, de acuerdo a la tradición y a sus derechos de clan, ha de ser enterrado en Cloon na Morav (el Prado de los Muertos), no en el prosaico cementerio nuevo del pueblo. Sin embargo, ese lugar ancestral carece de mapas, caminos o indicaciones que señalen dónde se haya la tumba de sus antepasados. Por ello, su joven viuda se hace acompañar por dos de los ancianos de la localidad: el fabricante de clavos y el cantero, presentes en todo entierro que se ha celebrado en Cloon na Morav en los últimos sesenta o setenta años, para que le ayuden a encontrar el lugar. La comitiva fúnebre (compuesta por la viuda, los dos ancianos y los sepultureros, gemelos idénticos) se adentra en ese territorio no cartografiado en pos de la tumba perdida. Sin embargo, lo que al principio parece una tarea sencilla, ya que los ancianos se jactan de su memoria y están ansiosos por demostrar que aún son útiles, pronto se convierte en una farsa: en realidad no tienen ni idea de dónde se halla la dichosa sepultura. La viuda habrá de recurrir al mejor amigo del difunto, el viejo tonelero Malachi Roohan, postrado en la cama y del que nadie se acuerda, aunque lo cierto es que sólo él puede saber dónde está la tumba del tejedor.

Lo que hasta el momento no pasaba de ser un relato entretenido, un tanto surrealista y con rasgos de humor negro, se convierte a partir de aquí en algo más: en una historia que nos hace reflexionar sobre la vida y nuestra forma de afrontarla. Roohan podrá estar hecho una ruina, pero ese cuerpo que es casi una momia alberga un espíritu inquebrantable, dominador, que se niega a rendirse o a recibir ayuda alguna. Pese a no parecer demasiado lúcido, nos revela una de las claves del relato: el tejedor, en realidad, era un sueño. De hecho, afirma, este mundo y todos sus habitantes no somos más que un sueño, del cual, a veces, pensamos que nos despertaremos para descubrir un universo nuevo y mejor. Sabemos que es difícil, que puede que tal cosa nunca ocurra, pero anhelamos ese cambio, ese despertar, pese a que quizá nos llegue sólo con la muerte. El tonelero cree que no: al morir, el sueño muere con nosotros; no confía en que haya una realidad distinta, pero sí tiene claro que sólo a quien sueña le cabe, al menos, la esperanza de despertar.

Y es precisamente la viuda quien comprueba lo cierto de tal afirmación esa misma tarde, al regresar a Cloon na Morav. Allí, detalles tan simples y aparentemente insignificantes como un cruce de miradas, una sonrisa, un gesto de reconocimiento por parte de uno de los gemelos sepultureros, hacen que ella despierte de su sueño. Alguien cree que tiene valor en sí misma: ya no es sólo "la viuda del tejedor", sino una mujer con entidad propia y, por tanto, con sueños, deseos y necesidades. Ese reconocimiento hace que ella, a su vez, pueda distinguir al enterrador de su hermano: antes él tampoco era un individuo, sino "uno de los gemelos", una parte de un todo sin especial interés para ella. Ahora ha surgido su personalidad, "la más poderosa y sutil de entre todas las cosas", y eso, a sus ojos, le ha transformado. Como nos indica O'Kelly:

Nada hay en esta vida más poderoso, pero al mismo tiempo más delicado, que los mecanismos de la individualidad.

Cuando el sepulturero la reconoce como individuo, la viuda es capaz de darse cuenta de que él es un ser único. Y entonces, para su sorpresa, descubre que ella también debe de serlo. Como decía Borges: "Uno está enamorado cuando se da cuenta de que otra persona es única"; en este cuento, ha sido el amor, no la muerte, lo que ha hecho que la viuda despierte de su sueño.

A partir de ese momento, de esa revelación que lo cambia todo, ella seguirá buscando la tumba del tejedor, pero ya sólo para poder cerrar un capítulo de su vida y abrir otro, mucho más interesante. No desvelaremos aquí más detalles, ni si logra al fin que su difunto esposo descanse junto a sus ancestros, pero sí diremos (porque se adivina claramente) que es un cuento con final feliz; un hermoso relato que nos hace sentir, cuando lo concluimos, como se siente nuestra heroína en su última frase: "Estoy satisfecha".

 

SEUMAS O'KELLY: LA TUMBA DEL TEJEDOR. Sajalín Editores (Barcelona), 2010, 77 páginas. Traducción: Celia Filipetto.

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