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LA GRANDE ARCHE VS NOTRE-DAME

Libertad sin Dios

Recientemente, el papa Benedicto XVI denunció que la falsa “tolerancia que, por decirlo así, admite a Dios como opinión privada, pero le niega el ámbito público, la realidad del mundo y de nuestra vida, no es tolerancia sino hipocresía”. En Europa, los estados han comenzado una cruzada nada inocente para recluir la religión en las nuevas catacumbas del silencio. Dios es un obstáculo para la completa realización del género humano y, en consecuencia, los gobiernos deben erradicarlo de la “esfera pública”.

Recientemente, el papa Benedicto XVI denunció que la falsa “tolerancia que, por decirlo así, admite a Dios como opinión privada, pero le niega el ámbito público, la realidad del mundo y de nuestra vida, no es tolerancia sino hipocresía”. En Europa, los estados han comenzado una cruzada nada inocente para recluir la religión en las nuevas catacumbas del silencio. Dios es un obstáculo para la completa realización del género humano y, en consecuencia, los gobiernos deben erradicarlo de la “esfera pública”.
Vista parcial de La Grande Arche (París).
Estas ideas han sido una constante a lo largo de todo el pensamiento teológico de Joseph Ratzinger: el Estado debe separarse de la Iglesia, pero no debe ser hostil a ella.
 
Precisamente este tema de actualidad centra las reflexiones de la última obra de George Weigel: Política sin Dios. El autor denuncia la creciente cristofobia de los gobernantes europeos, especialmente ilustrada en su negativa a incluir la referencia al cristianismo en la Constitución europea.
 
El libro comienza exponiendo el contraste entre dos tipos de mentalidades occidentales, una relacionada con el racionalismo extremo y la otra con el catolicismo, representadas cada una en un monumento parisino. El racionalismo vendría a coincidir con el cubo hueco de La Grande Arche, y la mentalidad cristiana con la catedral de Notre-Dame.
 
Los dos monumentos vienen a expresar la preocupación típicamente hayekiana del constructivismo y el orden espontáneo: "¿Qué cultura podría proteger mejor los derechos humanos (…) la cultura que ha sido capaz de construir un cubo como éste, tan sobrecogedor, tan racional, tan preciso en la geometría de sus ángulos (…) o quizás la que construyó (…) las sagradas asimetrías de Notre-Dame?". Es decir, Weigel teme que el racionalismo político (el cubo) absorba a la sociedad libre y espontánea (Notre-Dame). De hecho, los constructores del Cubo se enorgullecieron de que "dentro de La Grande Arche cabría cómodamente la catedral de Notre-Dame".
 
El Cristo de Velázquez.Y es que, para el autor, el rechazo de Cristo –la cristofobia de la que hablaba el historiador judío Joseph Weiler– conlleva una crisis moral de la sociedad. Esta crisis nos ha llevado, por ejemplo, a no protestar ante la violación de los derechos humanos por parte de los estados: "¿Por qué, a partir de 1989, los europeos no llegaron a condenar el comunismo como monstruosidad moral y política? (…) ¿Cómo se justifica el fideísmo europeo, es decir, su voluntad de creer en las organizaciones internacionales? (…) ¿Por qué en Suecia un amplio sector de población vive por debajo del nivel de pobreza con respecto a EEUU?".
 
En realidad, si queremos pulir el argumento de Weigel hay que señalar que no se trata de que sea imposible conformar un código ético laico, sino que muchos, al rechazar el cristianismo, se oponen al mismo tiempo a todo el código moral en que se basa éste. En otras palabras, dado que el cristianismo propugna, por ejemplo, el respeto a la vida humana (No Matarás) y a la propiedad privada (No Robarás), esos valores están ya intrínsecamente corruptos.
 
Por ello, al rechazar a Dios muchos incurren en el error de oponerse también a la existencia de un código ético objetivo. Esta cristofobia, pues, arrastra a un sector de la sociedad –especialmente, a la izquierda– a caer en lo que el cardenal Lubac denominó "el drama del humanismo ateo". "No es verdad, como se dice en ocasiones, que el hombre no puede organizar el mundo a espaldas de Dios. Lo que sí es verdad es que el hombre, si prescinde de Dios, lo único que puede organizar es un mundo contra el hombre".
 
La reflexión de Lubac debe ser entendida de un modo más amplio. Cuando el ser humano rechaza todo código ético y se sitúa a sí mismo como centro de la moralidad, como determinante del bien y del mal, entonces caemos en el relativismo más obtuso, olvidando que nuestro prójimo es un sujeto de iguales derechos a los nuestros. Como expresó hace unos meses Benedicto XVI: "Ya no resultan evidentes los valores morales. Sólo resultan evidentes si Dios existe. Por eso, he sugerido que los 'laicos', los así llamados 'laicos', deberían reflexionar si para ellos no vale hoy lo contrario: debemos vivir 'quasi Deus daretur' [como si Dios existiera]; aunque no tengamos la fuerza para creer".
 
Sin embargo, Weigel opina que hoy en día estamos padeciendo una transición desde el "humanismo ateo" de Lubac hacia el "humanismo exclusivo" de los estados. La moral católica debe restringirse al ámbito privado; las relaciones humanas, en cambio, deben gobernarse por la moral pública que emana de los principios constitucionales –sean éstos éticos o no.
 
Así pues, los estados se sienten tentados a reducir la Iglesia y su influencia a la mínima expresión, para de esta manera monopolizar, a través de la coacción, las bases morales de la sociedad. En España tenemos el reciente ejemplo de la asignatura sobre "educación para la ciudadanía" que el Gobierno socialista quería imponer en las escuelas.
 
En opinión de Weigel, esta crisis moral empezó con la Reforma protestante del siglo XVI, cuando la Iglesia y el Estado quedaron fusionados en una misma unidad. De este modo, el Estado adquirió la misión de evangelizar por la fuerza a sus ciudadanos y adoctrinarlos en sus valores morales.
 
Hillaire Belloc.Esta tesis coincide con la de otro gran pensador, Hilaire Belloc, para quien el "Estado servil" (Estado de Bienestar) hunde sus raíces en la Reforma protestante. Una vez más, Joseph Ratzinger lo ha expresado con perfecta claridad: "Es muy importante no suprimir esta distinción: la Iglesia no debe erigirse en Estado ni querer influir en él como un órgano de poder. Cuando lo hace, se convierte en Estado y forma un Estado absoluto que es, precisamente, lo que hay que eliminar. Confundiéndose con el Estado, destruye la naturaleza del Estado y la suya propia".
 
En contraste con el protestantismo, nos recuerda Weigel, la Iglesia Católica salvaguardó la propiedad privada y la libertad de asociación cuando Gregorio VII defendió ante Enrique IV su derecho a nombrar los obispos sin injerencias del emperador: "Si los emperadores hubieran logrado convertir la Iglesia en una mera subdivisión del imperio, de carácter administrativo-espiritual, se habría perdido bastante más que la libertas ecclesiae", dice el autor.
 
Dado que los estados occidentales han comprobado la imposibilidad de someter a la Iglesia católica, su estrategia pasa ahora por reducirla y eliminarla. Se ha identificado libertad con secularismo, con cristofobia. Sólo cuando el hombre elimina la religión se autoafirma; sólo cuando se eliminan las cadenas morales el hombre es realmente libre. Así, por ejemplo, el padre de la Constitución Europea, Giscard d'Estaing, aseguró que "los europeos viven en un sistema político puramente laico, en el que la religión no desempeña un papel importante".
 
Los estados han forzado ese laicismo militante para que la religión –y la ética– no pueda desempeñar un papel importante; esto es, se asfalta el camino para el poder político omnímodo, para el relativismo máximo tantas veces denunciado por el Papa. En otras palabras, nuestros gobernantes, al reducir la religión a su mínima expresión, pretenden alcanzar una autonomía ética: estar por encima del bien y del mal para dictaminar qué es el bien y el mal. Sustituir a Dios, en definitiva.
 
Weigel, ante esta perspectiva, reivindica el papel de la Iglesia Católica en su mejor tradición: el iusnaturalismo tomista. "La libertad es el gran principio organizador de la vida moral; y como la posibilidad de una vida moral es lo que distingue al ser humano del resto de la creación, la libertad es el primer elemento organizador de la vida humana". También aquí Weigel se encuentra muy cercano a las posturas de Ratzinger, cuando critica con frecuencia las pretensiones relativistas de emancipar la libertad de la verdad. Sin ética no existe libertad.
 
Esta idea de libertad individual no sometida a la ética fue concebida por Guillermo de Ockham, para quien la libertad coincidía con una neutral capacidad de elección individual: uno era libre en tanto actuara según su voluntad. Ockham no creía en la naturaleza humana ni en la existencia de una ética objetiva. Volvamos a Weigel: "Si no existe esa realidad llamada naturaleza humana, no hay principios universales de carácter moral que se puedan deducir de la naturaleza humana. Eso significa que la moralidad es sencillamente ley y obligación, y la ley está siempre en alguna parte fuera de mí. En otras palabras, la ley es siempre una coacción".
 
Ése es el mensaje rotundo que tanto Weigel como Benedicto XVI se empeñan en recordar. "¿Qué clase de libertad es aquella entre cuyos derechos se cuenta el de suprimir desde el principio mismo la libertad del otro?", se preguntaba Ratzinger en su libro Fe, verdad y tolerancia.
 
Como ya hemos dicho, la estrategia política consiste en emanciparse de esas leyes morales; en tener una capacidad irrestricta de actuación. La ley pública –su ley– moldearía la ética.
 
Juan Pablo II.Por el contrario, la Iglesia no pretende someter a los individuos a través de la coacción. En la encíclica Redemptoris Missio Juan Pablo II afirma que "la Iglesia propone, pero no impone nada". Y la Congregación para la Doctrina de la Fe, siendo prefecto Joseph Ratzinger, recordó que "Dios quiere ser adorado por gente libre". Weigel resume perfectamente esta característica actitud católica: "Sólo el diálogo y la persuasión pueden invitar al acto de fe, que deberá ser libre, para ser un acto verdaderamente humano".
 
Y ello, a pesar de que muchas veces la Iglesia se haya apartado de su vocación liberadora y haya utilizado métodos coactivos, propios de los estados. En este sentido, el 12 de marzo de 2000 se celebró en la basílica de San Pedro la Jornada del Perdón. El propio Ratzinger pidió perdón a Dios por todas las veces que los cristianos "emplearon métodos no acordes con el evangelio en su sagrada obligación de defender la verdad".
 
Por tanto, volvemos a la pregunta inicial. ¿Qué cultura podrá salvaguardar mejor nuestra libertad, el racionalismo social o el orden espontáneo? ¿La libertad de los políticos o la libertad de los individuos? ¿La coacción o la voluntariedad? ¿El nominalismo ockhamiano o el iusnturalismo tomista?
 
No olvidemos que, como dice Ratzinger, "no es propio de la Iglesia ser Estado o una parte del Estado, sino una comunidad de convicciones". Las convicciones son libres; la Iglesia no impone la fe ni el culto, pues si no se basan en el amor (esto es, en la entrega voluntaria del propio individuo a Dios), como decía San Pablo, no son nada.
 
En cambio, el Estado exige sumisión; su moral irracional, que no se desprende de la naturaleza humana sino de la voluntad política, debe ser acatada por todos los ciudadanos. Los impuestos y las regulaciones son muestras claras de coacción y moralización. El Estado no busca la adoración por hombres libres, sino la adoración a cualquier precio.
 
Si elimináramos la coacción del Estado, dejaría de ser Estado. Si elimináramos la voluntariedad de la Iglesia, dejaría de ser Iglesia. Así pues, la disyuntiva que existe entre Estado e Iglesia, entre el Cubo y la Catedral, es la misma que existe entre esclavitud y libertad. El socialismo se basa en los lazos coactivos del ciudadano con el Estado, mientras que el capitalismo se fundamenta en el tipo de lazos voluntarios que los feligreses mantienen con la Iglesia. Por eso mismo, los políticos están obsesionados con destruir y desprestigiar a la Iglesia: para obtener el monopolio de la verdad.
 
 
George Weigel: Política sin Dios. Ediciones Cristiandad, 2005. 172 páginas.
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