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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Los hombres, las mujeres, el amor y el silencio

Entre las muchas singularidades de Suecia, la más notable para el viajero meridional es el estruendoso silencio que se extiende por todo el país. No hablo de las tabernas de Estocolmo, que de todos modos asombran por su clima sereno, sino de las interminables carreteras vacías en las que hay que estar atento sólo por la posibilidad de que se cruce un reno, y de los campos perfectamente trabajados, como en una postal, en los que rara vez se ve a alguien.

Entre las muchas singularidades de Suecia, la más notable para el viajero meridional es el estruendoso silencio que se extiende por todo el país. No hablo de las tabernas de Estocolmo, que de todos modos asombran por su clima sereno, sino de las interminables carreteras vacías en las que hay que estar atento sólo por la posibilidad de que se cruce un reno, y de los campos perfectamente trabajados, como en una postal, en los que rara vez se ve a alguien.
Un campo sueco.
La literatura y el arte suecos están llenos de ese silencio: desde Selma Lagerlof hasta Pär Lagerkvist, pasando por el cine de Ingmar Bergman y el teatro (y la pintura) de August Strindberg, nos encontramos con miles de escenas en las que los personajes callan. Callan acerca de cuestiones clave, y el lector o el espectador arden de impaciencia en espera de la palabra que lo resuelva todo. Y que rara vez se pronuncia, o se pronuncia tarde.
 
También la novela popular sueca está llena de secretos guardados, muchas veces tan obvios que cuesta entender por qué no se revelan. Sucedía en las ya clásicas historias policiales de Maj Sjöwall y Per Wahlöö, y sigue sucediendo en las obras de Liza Marklund. Y, por supuesto, en las de Henning Mankell, un escritor malogrado por el buenismo, que desde hace tiempo impregna todos sus libros pero que se ha impuesto definitivamente a partir de El cerebro de Kennedy, gran parte del cual transcurre en Mozambique, el país en que el autor vive la mitad del año y donde dirige un teatro; un texto curioso, que merece un análisis porque en él se reúnen todos los lugares comunes de la progresía europea respecto del colonialismo, y toda la ignorancia y el sentimiento de culpa de los suecos (culpa de cuyos orígenes, bien reales, jamás hablan) sobre el subdesarrollo, a los que dos décadas de presencia en Maputo no alcanzan a poner remedio.
 
Desde luego, la exitosísima Camilla Läckberg, que ha vendido un millón de ejemplares en su país (que tiene una población de diez) y a la que Maeva comercializa en España, multiplicando las ediciones pese a lo infame del seudoespañol de la traducción, no es la excepción en cuanto al silencio, a los personajes que siempre hablan de menos y al buenismo nacional, pero dista muchísimo de la calidad de Mankell. De modo que algunos esperábamos con ansiedad que alguien viniera a llenar el hueco dejado por el definitivamente ausente inspector Wallander. Y el escritor llamado a hacerlo se llamaba Stieg Larsson.
 
Detalle de la portada de LOS HOMBRES QUE NO AMABAN A LAS MUJERES.Digo que se llamaba porque murió, al parecer del corazón, aunque no faltan las versiones más politizadas de su deceso, a los cincuenta años. Había entregado ya las tres novelas que componen Millenium, la primera de las cuales, Los hombres que no amaban a las mujeres, acaba de aparecer en Barcelona, editada por Destino.
 
Larsson, como su personaje protagónico, Mikael Blomkvist, era periodista de investigación y dirigía una revista dedicada a los trapos sucios de la política y la economía suecas, que son incontables. Por eso caben diversas interpretaciones de su muerte.
 
El villano de Los hombres que no amaban a las mujeres es miembro de una familia principal en la mitología del capitalismo escandinavo que, además de a los negocios, se dedica a asesinar mujeres. Al silencio general de los personajes de la literatura y de la vida suecas se suma, pues, el silencio propio de una familia poderosa, instalada en la justa convicción de que cuanto menos se sepa de su intimidad, mejor, aunque ello implique encubrir a cierto número de criminales, con y sin el ilustre apellido que los ampara a todos.
 
Reconozco que una parte de mi fascinación ante la novela de Larsson, de cuyo argumento no voy a contar nada más, obedece al hecho de que Blomkvist es un periodista contratado para hacer un trabajo de investigación histórica y que, sin mayor disposición para ello, termina fungiendo de detective. Yo estoy convencido de que la labor del historiador, la del periodista, la del detective y la del escritor de ficción son una y la misma: se trata de tipos que se pasan la vida haciendo preguntas y acumulando respuestas sin sentido evidente hasta que, sin que necesariamente intervenga la voluntad, una cierta cantidad de información impone un salto a la calidad y lo que no parecía ser un puzzle se organiza y se muestra.
 
La pieza que permite a Larsson dar ese salto es una fotografía, en uno de cuyos detalles nadie ha reparado realmente antes que él: se trata de un desarrollo inteligente de la serie de ampliaciones de Blow up, la película de Antonioni, que a su vez es un desarrollo inteligente de "Las babas del diablo", de Julio Cortázar: una metáfora del mecanismo de la atención que el maestro Alberto Moravia destripó con toda su sabiduría en la ejemplar novela titulada, precisamente, La atención, que yo mismo publiqué en español hace unos años en la colección Clásicos Modernos de la editorial Alba.
 
Ese detalle fotográfico es la llave que abre la boca de esa familia tozudamente callada, y no sólo permite conocer el destino de una persona desaparecida muchos años atrás, sino poner en evidencia a un asesino en serie al que nadie buscaba al principio.
 
En todo este proceso Blomkvist cuenta con el apoyo de una coprotagonista, Lisbeth Salander, una investigadora profesional y deslumbrante hacker por la que nadie da un real. Se trata de un personaje controvertible para algunos lectores con los que he comentado la novela: controvertible por poco verosímil, en la medida en que esa brillante cabeza ha pasado desapercibida por todo el sistema educacional sueco, que la ha clasificado como inadaptada, intelectualmente torpe y, finalmente, conflictiva. Yo creo que Larsson ha pretendido con ello señalar aspectos deleznables del régimen sueco, uno de los que más control ejercen sobre los ciudadanos y en  que resulta más peligroso desviarse en los primeros años de vida: el expediente personal sueco funciona como un eficaz estigmatizador, y las notas de primaria repercuten a lo largo de toda una vida de trabajo; por no decir nada de lo que le sucede a quien ha pasado alguna vez por una consulta psiquiátrica, aunque sea a pedir pastillas para dormir, o ha recibido tratamiento en una institución mental.
 
Suecia es una democracia, pero tiene más de un viso dictatorial, y el pasado nunca es algo que se ha dejado atrás: es una carga que se arrastra durante toda la existencia. Salander es una víctima de esa cara del sistema, y está bien que se hable de ello en un libro de tanto éxito: de eso tampoco se suele hablar. Como no se habla del nazismo, pese a haber sido allí un próspero partido político aun después de terminada la guerra.
 
Al tratarse de un país con un enorme territorio y una escasa población, lo que siempre ha dado lugar a una masa fluctuante de trabajadores extranjeros, sin que, sin embargo, llegara a conformarse un país de inmigración en el sentido en que lo son la Argentina o los Estados Unidos, el temor al ajeno étnico generó no pocos delirios ideológicos. En los tiempos en que los partidarios de la eugenesia eran individuos tan diversos como Albert Einstein o Salvador Allende, por no hablar de nuestro doctor Marañón ni de FD Roosevelt, los suecos estaban en primera fila. Y no pocos se hubiesen mantenido en sus trece de no ser por Auschwitz. En Suecia se siguió esterilizando hasta muchos años después de cerrados los hornos nacionalsocialistas; eso sí: desde el Estado y calladamente, en ese silencio que todo lo impregna. Pues Larsson expone el problema con bastante buen criterio, aunque su visión no esté libre de crítica progre a quienes participaron de él.
 
Los hombres que no amaban a las mujeres es una novela más que recomendable, formalmente inferior a las primeras de Mankell, pero conceptualmente muy superior a ellas. Y tiene la enorme virtud de no aburrir, lo cual merece premio.
 
 
STIEG LARSSON: LOS HOMBRES QUE NO AMABAN A LAS MUJERES. Destino (Barcelona), 2008, 670 páginas.
 
vazquezrial@gmail.com
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