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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Música del XVIII

Uno podría decir, alardeando, que los griegos consideraban que la poesía era un arte acústica, y quedarse tan ancho esperando que el lector pusiera el resto. Voy a ser más llano y explicarlo en cristiano corriente: hay escritores que tienen oído y otros que son definitivamente sordos. Estos últimos están perdidos para la literatura.

Uno podría decir, alardeando, que los griegos consideraban que la poesía era un arte acústica, y quedarse tan ancho esperando que el lector pusiera el resto. Voy a ser más llano y explicarlo en cristiano corriente: hay escritores que tienen oído y otros que son definitivamente sordos. Estos últimos están perdidos para la literatura.

Que estén perdidos no significa que no existan, ni que no publiquen, ni que no vendan, y mucho. Sólo significa que no pertenecen al arte, porque una novela se puede hacer de diversas maneras, y pocas de esas maneras están relacionadas con el arte. El resultado es un relato plano, en el que todos los personajes hablan igual (tengo bien presente una obra rashomoniana de autor local en la que varias personas cuentan la misma historia, cada una desde su punto de vista y, se supone y espera, en su habla particular; pero hete aquí que el joven obrero implicado en la trama se expresa igual que la pija barcelonesa de Pedralbes que comparte cartel con él: exactamente lo opuesto de Últimas tardes con Teresa o, trasladados a Madrid, El gran momento de Mary Tribune) y la acción nos llega poco menos que como una serie de indicaciones de guión.

Por otro lado están los escritores con oído. Sus personajes se definen en cuanto abren la boca y lo que dicen es la acción misma. Dentro de esa clase, la de los narradores con arte, que es muy amplia, se cuentan los novelistas músicos, de los que es referencia obligada Alejo Carpentier, cuyas historias no sólo resisten la prueba suprema de la lectura en voz alta, sino que casi se pueden cantar, como sucede con Concierto barroco. Pedro Corral pertenece a esta última categoría, la de los músicos, y El médico de Esquilache, que acaba de publicar, es buena prueba de ello.

Uno coge la novela de Pedro Corral y se encuentra en plena trama al acabar la primera página, no porque sea una trama excepcional –que para el caso lo es, y en muchísimos sentidos–, sino porque el lenguaje lo implica, quiera o no. Yo desconfío como un felino cuando me ponen delante una prosa de época, porque las más de las veces es un fiasco de cartón piedra sonoro, una cosa apelmazada, un centón mal cosido de fragmentos de textos del pasado con hilos del presente más ramplón. De modo que no es fácil colarme una falsa antigüedad. Además, por razones de mi oficio de historiador he pasado los últimos años leyendo documentos del siglo XVIII, y tengo la oreja adaptada a los modos, los giros y hasta los errores frecuentes de sintaxis que cometían los de aquel tiempo cuando escribían: la escritura estaba mucho más separada del habla corriente que ahora, en este tiempo en que se escribe como se habla. Y puedo asegurar que la prosa del narrador de Pedro Corral, el médico de Esquilache del título, ha sido traída de aquel entonces.

Todo es perfectamente verosímil, a la vez que apasionante. Gesualdo Boncompagni es un joven médico siciliano que viaja al norte de "estos Reinos de España" para "hacer cumplir la obligación de practicar la operación cesárea en los cadáveres de las mujeres en estado con el fin de que los niños vivos no sean enterrados cruelmente dentro de ellos". Esto se sabe al abrir el libro, de modo que hay pocas posibilidades de desengancharse del argumento; que, no obstante, no se limita, ni mucho menos, a los acontecimientos derivados de tan singular misión, sino que se extiende a través de encuentros y desencuentros hasta ser una verdadera historia de capa y espada con un nudo de misterio del que no hablaré aquí porque las novelas y las películas no se cuentan.

No pude evitar, a medida que me dejaba llevar por la prosa, que el recuerdo de otras lecturas me saliera al paso. Sobre todo, en varias ocasiones, del Italo Calvino que prefiero, el de la trilogía Nuestros antepasados, y en concreto el de El barón rampante, que tengo por su mejor novela.

Pedro Corral no ha cumplido aún los cincuenta años, lo que, para los cánones al uso, permite señalarlo como autor joven –yo he vivido en carne propia ese encuadre de edad, sólo comparable en su perversidad al encuadre geográfico, que en este caso me induciría a clasificar a Corral, nacido en San Sebastián, como autor vasco, cosa absurda por donde se la mire–. El médico de Esquilache es su segunda novela, precedida por La ciudad de arena (2009), pero antes de entrar en este terreno estrictamente literario publicó dos libros sobre la Guerra Civil muy alejados de lo convencional en tan pisoteado terreno: Si me quieres escribir. Gloria y castigo de la 84ª Brigada Mixta del Ejército Popular (2004) y Desertores. La Guerra Civil que nadie quiere contar (2006). La historia, pues, no le es ajena, ni mucho menos.

Probablemente no se pueda escribir una novela histórica como El médico de Esquilache sin ser historiador. Y no lo digo porque la erudición sea ineludible, puesto que muchas veces la erudición es una carga demasiado notable en un texto literario, que lo perturba más de lo que lo ayuda: me refiero más bien a un andar por el pasado como por la propia casa. Estoy convencido de que la maravilla de Yo, Claudio se debe a que Robert Graves simplemente salía a pasear por una Roma en la que había vivido a través de los textos, en la que Graves había conversado muchas veces con Claudio y con sus contemporáneos, como la Yourcenar lo había hecho con Adriano. Corral se mueve así por el territorio de la Ilustración: es algo más que el conocimiento, es la comprensión que sólo da la confianza, el pasar a menudo por los mismos sitios. Si eso no es la grandeza, se le parece un montón.

PEDRO CORRAL: EL MÉDICO DE ESQUILACHE. El Aleph (Barcelona), 2011, 144 páginas.

vazquezrial@gmail.com www.izquierdareaccionaria.com

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