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'ÓMNIBUS JEEVES'

P. G. Wodehouse. La grandeza del artesano que se ríe de sí mismo

Vivimos tiempos de estupidez institucionalizada, es decir, elevada a la categoría redentora de Cultura amparada por las instituciones estatales. Y es que, según Gustavo Bueno, la Cultura desempeña el papel que dejó vacante la Gracia.


	Vivimos tiempos de estupidez institucionalizada, es decir, elevada a la categoría redentora de Cultura amparada por las instituciones estatales. Y es que, según Gustavo Bueno, la Cultura desempeña el papel que dejó vacante la Gracia.

Asistimos a un envanecimiento artístico del productor inversamente proporcional a la calidad estética e intelectual de los productos, habitualmente bendecidos con la solemne investidura que otorga la designación de obras de arte.

Los autodenominados creadores, protagonistas de los suplementos culturales de la postmodernidad mediática, no alcanzan, en promedio, ni la mitad de la grandeza de los artesanos, que en otras épocas –también hoy día– estaban libres de esas pretensiones. Las novelas de Stefan Zweig, alta literatura, solían ser devoradas por amas de casa para las cuales la lectura era casi el único entretenimiento. Hoy, la masa alfabetizada por los sistemas estatales de enseñanza obligatoria devora Telebasura, esto es, pletocracia televisada, conciencia colectiva amasada por la fuerza persuasiva del Ente, y no sólo en los programas de vísceras sino en los telediarios y otras secciones serias. La comparación sonroja.

P. G. Wodehouse es uno de esos grandes artesanos de la literatura que no se solazan en la ilusión de crear, sino que producen, a partir del material humano, social, político, económico, generacional que tienen ante sus ojos, combinatorias de signos dotadas de belleza, ingenio, diversión, alegría, vitalidad, lucidez. Uno de esos trabajadores del lenguaje que jamás soñaría ganar un Nobel (aunque escritores mucho menos brillantes que él, pero, eso sí, mucho más solemnes lo hayan ganado) ni aspiraría a granjearse la alabanza de los snobs exquisitos y comprometidos ni osaría considerarse Artista, ese trasunto postmoderno de la divinidad. Es la grandeza del artesano que sabe reírse de sí mismo:

No es posible imaginar tramas argumentales como las mías sin abrigar de vez en cuando la sospecha de que ha surgido una grave avería en los dos hemisferios cerebrales y la amplia banda de fibras transversales conocida como corpus collosum.

(Wodehouse, Ómnibus Jeeves, I, prefacio).

Se trata de un narrador dotado de una descomunal facilidad para la urdimbre de unas historias que encajan perfectamente y cuyo soporte es la ironía y el humor más sutil y menos pedante que quepa imaginar pero, justamente por ello, de la mayor sagacidad. Ese orden juguetón que sostiene la trama de sus relatos y la construcción de unos personajes tallados a base de descripciones originales, comparaciones hiperbólicas, metáforas inesperadas y diálogos divertidísimos concurren en la celebración de la inteligencia hecha palabra. No es de extrañar que acabara escribiendo guiones en Hollywood para aquellas maravillosas comedias musicales y de enredos de después de la segunda guerra mundial. Ese desfile de personajes convertidos en verdaderos arquetipos de la Inglaterra de entreguerras compone un paisaje lleno de jóvenes, normalmente los no primogénitos de familias aristocráticas venidas a menos en tiempos de crisis, conocidos como los zánganos (drones), cuya única fuente de ingresos suele ser una tía soltera y convenientemente autoritaria para con ellos, fauna característica de ciertas capas de la sociedad de la época eduardiana:

–¡Maldita sea! –le dijo a su condesa, cierta noche que estaban sentados los dos tratando de equilibrar su presupuesto–. ¿Por qué no voy a poder hacerlo yo?

–¿Por qué no puedes hacer qué? –le preguntó ella.

–Dejar que Algy se muera de hambre.

–¿Qué Algy?

–Nuestro Algy.

–¿Te refieres a nuestro hijo menor, el honorable Algernon Blair Trefusis ffinch-ffinch?

–Exactamente. Me está costando a razón de mil libras al año sólo porque no puedo permitir que pase hambre. Pero la cuestión que me planteo es precisamente ésta: ¿por qué no dejo que ese joven sinvergüenza pase hambre?

–Sí, es una idea –asintió la condesa–. Un plan muy sensato. En cualquier caso, todos comemos demasiado estos días.

Y así los proveedores declinaron su activo papel y Algy, enfrentado a la perspectiva de no obtener sus tres comidas diarias si no trabajaba para ganárselas, se apresuró a dejar el hogar y a buscar trabajo, con el resultado de que, a día de hoy, cualquier pobre tipo que, como yo mismo, trate de ganarse honrada y modestamente la vida escribiendo historias acerca de él y de los demás Algys, Freddies, Claudes y Berties, se convierte automáticamente en un eduardiano.

(Wodehouse, ¡Pues vaya!, p. 114).

Además, aparecen tíos despistados (Lord Emsworth es todo un paradigma humorístico del noble rural británico), novias de amigos que le meten a uno en líos con irritante frecuencia y mayordomos de ademán imperturbable y sabiduría no sólo práctica, también erudita.

Acaba de ser publicado en español el primer tomo de la colección Ómnibus Jeeves, serie de novelas protagonizadas por la pareja conformada por Bertrand Wooster, insigne muestra del Club de los Zánganos, y su ayuda de cámara, el impar Jeeves. Ya había sido publicada una imprescindible antología de textos de Wodehouse bajo el lacónico pero significativo título de ¡Pues vaya! En esa miscelánea se recogen relatos de la mayoría de los personajes ideados por el escritor británico, historias de golf, pasajes autobiográficos, letras de canciones, algunos poemas... Toda una fiesta del humor, cuyo prólogo redacta Stephen Fry, conocido actor británico que interpretó a Jeeves en una serie de televisión con el aun más conocido (por su interpretación de doctor House) Hugh Laurie, en el papel del zángano Bertrand Wooster, una de cuyas tías, referente de su vida social y económica, diagnostica el mal generacional que les toca vivir y que no resultará del todo ajeno a todo el que esté familiarizado, entre otras cosas, con los males endémicos del sistema educativo en vigor:

El joven moderno –sentenció tía Dahlia– es un idiota congénito, que necesita una niñera que lo lleve de la mano y una asistenta vigorosa que se encargue de propinarle una patada cada cuarto de hora.

(¡Pues vaya!, p. 114).

La tentación de infravalorar el Universo Wodehouse tachándolo de literatura menor sin alcance estético y aun menos político o social puede ser demasiado fuerte. Pero no conviene olvidar que la batalla crítica que el lenguaje opone a la ignorancia como fuente de poder y sumisión con las armas de la lógica nace cuando un tipejo feo y narigudo, con pinta de vagabundo, empieza a ridiculizar a sus interlocutores con preguntas no del todo pertinentes. A eso se le ha llamado ironía socrática, y Sócrates es, a todos los efectos literarios y filosóficos, el personaje del que Platón se sirve para ejercitar esa demolición de las imposturas del discurso y los espejismos de ese desierto grosero, triste, aburrido y sin sentido que es la realidad.

 

P. G. WODEHOUSE: ÓMNIBUS JEEVES, tomo I. Anagrama (Barcelona), 2010, 583 páginas. Traducción de Esteban Riambau Saurí, Carme Camps y Emilia Bertel.

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