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L'ILLUSION POPULISTE

Para entender el zetapulismo

Cuando, la noche del 14 de marzo de 2004, Rodríguez Zapatero dijo ante las cámaras aquello de que el poder no le cambiaría, no sólo estaba ilustrando el adanismo, que es una de sus señas de identidad política, sino enunciando uno de los principios rectores del populismo. Veladamente, eso sí, como corresponde a su confusa personalidad adolescente.

Cuando, la noche del 14 de marzo de 2004, Rodríguez Zapatero dijo ante las cámaras aquello de que el poder no le cambiaría, no sólo estaba ilustrando el adanismo, que es una de sus señas de identidad política, sino enunciando uno de los principios rectores del populismo. Veladamente, eso sí, como corresponde a su confusa personalidad adolescente.
José Luis Rodríguez Zapatero.
Y es que lo que subyace a la promesa zapaterina es la idea de que "el poder" (el sistema, la democracia y sus reglas del juego institucional y político) es en esencia corruptor, y que son "los otros", los políticos profesionales, los que se dejan atrapar en sus redes, mientras que el líder, el jefe, el caudillo, "yo, el supremo", a lo que aspira es a representar al "pueblo" o, como mínimo, a la "opinión pública", siempre justa y honesta en sus reivindicaciones.
 
Hay que reconocerle a ZP la originalidad de haber impulsado en la manera de hacer política en España un giro que apunta hacia algunos de los más fatigados rincones del populismo, si bien se trata, visto lo visto, de un giro incompleto y, hasta cierto punto, fallido. Tengo para mí que ello se debe, más que a la falta de pericia de su promotor, a la actual impermeabilidad de los españoles a este modo de entender la política (por lo menos fuera de las llamadas comunidades históricas y, como diría el populista Chávez, "por ahora"). Pero para entender la naturaleza del giro zetapulista y su relativo fracaso en la actual sociedad española conviene refrescar el concepto de populismo.
 
Un buen punto de partida es el libro que Pierre-André Taguieff ha dedicado a la ilusión populista. Este filósofo y sociólogo francés se ha especializado en el estudio de fenómenos políticos especialmente polémicos, del nacionalismo y el neoantisemitismo a la gestión de la inmigración en Francia, y su más reciente obra ofrece un repaso a las utilizaciones políticas de la bioética y el eugenismo. En España, de su extensa bibliografía se han editado sólo dos títulos; el más notable, La nueva judeofobia (Gedisa, 2003), es una referencia de obligada consulta para quien quiera comprender el auge del neoantisemitismo de izquierdas en el mundo occidental y la penetración del más rancio antisemitismo, a la manera de los Protocolos de los Sabios de Sión, en los países islámicos. Conviene recordar que la recepción en España de este importante ensayo osciló mayoritariamente entre el ninguneo y la caricatura de sus tesis. Lo que no es de extrañar: la progresía española no quiere que le recuerden que en su visceral rechazo a Israel, por ejemplo, hay mucho de antisemitismo, y, por descontado, se muestra intolerante ante cualquier crítica al mundo islámico.
 
Taguieff aplica a su análisis del populismo el mismo método que tan buenos resultados le dio en La nueva judeofobia. Robert Redeker lo ha definido como "el método platónico-maquiavélico", que consiste en desplegar ante el lector un impresionante cúmulo de referencias, extraídas tanto de la literatura especializada como de la más crasa actualidad política, para llevarlo a apartar la vista de la cómoda contemplación de las sombras cavernarias y a comprender la realidad, siempre compleja y reacia a esquematismos teóricos. Por descontado, el autor no abandona la querencia francesa por la elaboración de tipologías y clasificaciones más o menos cartesianas, pero no incurre en el "mal francés" por excelencia: partir de una teoría y posteriormente encajar en ella los datos reales, sino que basa siempre sus tesis en la observación.
 
Taguieff explora dos tesis en L'Illusion populiste. La primera parte de una constatación: que el populismo se ha convertido, desde las décadas de 1980 y 1990, en un comodín utilizado no para designar un fenómeno político, sino para desprestigiar al adversario tachándolo de antidemocrático. En este sentido, populista es sinónimo de una amplia paleta de descalificaciones, de demagogo a fascista.
 
Para demostrar que hoy populismo –como antisemitismo, por cierto– es una etiqueta vaciada de contenido y utilidad conceptual, Taguieff hace un repaso de los políticos clásicamente considerados populistas en la literatura especializada y de sus respectivos regímenes, desde los "nacionalpopulismos" argentino (Perón) y brasileño (Getúlio Vargas) a los "nacionalismos antiimperialistas" del mexicano Lázaro Cárdenas y el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador de la APRA. El tipo más puro o próximo al ideal del "paradigma latinoamericano" del populismo, como lo llama Taguieff, encarnó en Juan Domingo Perón, entre otros factores por su fuerte componente carismático. Variantes de nacionalpopulismo, pero además ayuntadas al socialismo y al comunitarismo etnicista, fueron el régimen nasseriano y los experimentos de Patrice Lumumba en el ex Congo belga y de Julius Nyerere en Tanzania.
 
En la ilustración, Vladimir Putin destaca sobre la tristemente célebre Lubianka.Por contraste con estas formulaciones clásicas, en las últimas tres décadas hemos asistido a la aparición de dirigentes políticos unánimemente considerados populistas pero que comparten el novedoso rasgo de inscribir su acción política en marcos democráticos que no pretenden deslegitimar. Más aún: estos "nuevos populistas" aspiran a encarnar la democracia genuinamente representativa, a través de la promesa de una utópica democracia sin mediaciones (entiéndase, sin mediación de las élites políticas). Esto es lo que hermanaría a políticos y dirigentes tan variopintos como Le Pen y Haider, Hugo Chávez y Evo Morales, Vladimir Putin y los hermanos Kaczinsky. Taguieff añade a la lista a Ségolène Royal y, en menor medida, a Nicolas Sarkozy (respecto del carácter populista del inquilino del Elíseo es menos tajante que Guy Hermet, el politólogo francés que más de cerca ha estudiado las tendencias populistas de los actuales líderes políticos franceses).
 
De esta "disonancia" entre los contenidos peyorativos de una etiqueta política vaciada de contenido conceptual y la masiva aparición en la arena pública de "demócratas populistas" se desprende la segunda tesis de Taguieff: el populismo ha acabado siendo una realidad política que no es de derechas ni de izquierdas y ni siquiera –contrariamente a las viejas tesis politológicas– propiedad exclusiva de los fascismos, o de esos protofascismos que son los nacionalismos identitarios. "Los populismos –señala Taguieff– admiten mezclarse con cualquier contenido ideológico".
 
Pero hay más. El político populista puede ser un autoritario o un nacionalista de izquierdas, como también un socialista de derechas –y, según Gino Germani, "un montón de fórmulas híbridas e incluso paradójicas según la dicotomía (o continuo) izquierda-derecha"–, no porque el populismo sea intrínsecamente perverso, sino porque es un fenómeno consubstancial a la democracia. Éste es el meollo del populismo analizado por Taguieff, poco ortodoxo en la medida en que se opone a una ya larga tradición de interpretación de este fenómeno en clave de autoritarismo y totalitarismo. A él llega por la necesidad de comprender los populismos de nuevo cuño, todos ellos caracterizados por su aparición dentro de sistemas democráticos.
 
Una de las razones de la cercanía entre populismo y democracia apuntadas por el autor me parece débil o de escaso poder explicativo, por excesivamente generalizadora. Populismo y democracia supuestamente comparten una ambigüedad esencial e insalvable: tanto la una como el otro aspiran a representar fielmente la voluntad general o popular, pero al mismo tiempo proponen fórmulas de gobierno que ahorman esa voluntad y la modifican.
 
La otra razón aducida por Taguieff es más interesante: los "populismos democráticos" vendrían a ser una excrecencia de un tipo de democracia muy en boga hoy en los países occidentales (es decir, no sólo entre "el pueblo", también en los medios de comunicación). Un tipo de democracia, que el autor llama "de opinión", que vendría a ser el objeto de deseo de unas poblaciones mayoritariamente recelosas de la globalización y desconfiadas de la capacidad de sus élites políticas para ofrecer soluciones a las grandes mutaciones económicas y culturales del momento. Populista, en esta clave, es el líder que promete no ya mejores métodos de gestión de las instituciones públicas, sino la mayor adecuación posible con las opiniones vertidas por "el pueblo", tal como aparecen reflejadas en sondeos de opinión, debates televisivos o espacios participativos de internet.
 
Cuando Ségolène Royal declaraba cosas como: "Mi candidatura ha sido impuesta por la opinión", "Los franceses son los mejores expertos [políticos]" o "Yo encarno el cambio que quieren los franceses", no hacía sino manifestar el deseo de ese tipo de política sin mediaciones. Valga decir, de una política concebida, como certeramente apunta Taguieff, bien como la aspiración al autogobierno del pueblo "sin los principios de la democracia liberal/pluralista" o como "la ilusión de una democracia archidébil, reducida al imperio de la opinión y los media, a la doxa fabricada y transmitida por el sistema mediático".
 
Como tal, el nuevo "estilo populista" representa "una de las tendencias de la democracia de opinión." Y aunque Taguieff no lo dice, porque apenas roza a España (aunque, significativamente, cuando lo hace es para señalar en la política vasca y catalana la pervivencia del viejo populismo etnonacionalista), no es difícil adivinar los rasgos del "neopopulista democrático" analizados por este autor en el modo de hacer política de Zapatero, así como en su tendencia a apoyar a políticos y dirigentes como, precisamente, madame Royal o Chávez y Morales.
 
No es éste el espacio para argumentar por qué el neopopulismo de ZP, el zetapulismo, ha tenido un éxito más bien mitigado. Una de las razones posiblemente tenga que ver con la pervivencia en Cataluña y el País Vasco de esos nacionalismos identitarios y agresivos que parecen haber atraído y absorbido, cual siderales agujeros negros, la mayor parte de las energías y deseos populistas del entorno. Aunque nunca se sabe, y mejor no fiarse y estar atentos: en este país solemos llegar tarde a las modas políticas, pero cuando lo hacemos nos entregamos a lo que hace tiempo dejó de ser novedad con la pasión del neófito converso.
 
 
PIERRE-ANDRÉ TAGUIEFF: L'ILLUSION POPULISTE. Flammarion (París), 2007, 455 páginas.
 
ANA NUÑO, poeta, ensayista y editora.
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