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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

Posibilidad de varias islas

La operación fue un éxito rotundo. Antes de que nadie –ni siquiera el autor– hubiera leído la nueva novela de Michel Houellebecq, La posibilidad de una isla, todos sabíamos que había cobrado millón y medio de euros de anticipo, que iba a salir en varios países y lenguas al mismo tiempo, que apenas en las librerías se iniciaría la producción de una película, basada en la novela y dirigida por el propio autor; y, menospreciando los hábitos y costumbres de la edición, las pruebas de la obra, aún sin coser ni cantar, fueron enviadas únicamente a los críticos considerados por el autor y su editor como afines, o “hinchas”.

La operación fue un éxito rotundo. Antes de que nadie –ni siquiera el autor– hubiera leído la nueva novela de Michel Houellebecq, La posibilidad de una isla, todos sabíamos que había cobrado millón y medio de euros de anticipo, que iba a salir en varios países y lenguas al mismo tiempo, que apenas en las librerías se iniciaría la producción de una película, basada en la novela y dirigida por el propio autor; y, menospreciando los hábitos y costumbres de la edición, las pruebas de la obra, aún sin coser ni cantar, fueron enviadas únicamente a los críticos considerados por el autor y su editor como afines, o “hinchas”.
Michel Houellebecq.
Se armó un escándalo, lo cual era precisamente el objetivo, y los críticos y columnistas de toda índole que más frenéticamente protestaron contra esa descarada operación comercial, y contra la pobreza literaria de la obra, no parecían darse cuenta de que desempeñaban perfectamente su papel, de que el escándalo estaba planificado, como sus airadas protestas, porque contra más polémica, más ventas. También puede que resulte un chasco, porque ya se ha dado el caso de libros demasiado comentados, elogiados o condenados de antemano, que se venden menos de lo previsto, porque muchos sacan la impresión, ante tanto comentario, de que conocen la obra de sobra y no vale la pena leerla, y aún menos comprarla.
 
Todavía no he leído esta cuarta novela de Houellebecq, sólo leí la segunda y la tercera, y francamente no me han entusiasmado, pero, pese a lo que hayan podido pensar, ésta no es una crónica literaria; lo que me interesa es señalar, una vez más, el repugnante espíritu "muniqués" que domina muchas de las críticas a este autor, acusado de "racismo" y de "islamofobia". Como en el caso de mi admirada Oriana Fallaci, y con menos argumentos, ya que se trata de novelas y no de panfletos políticos. Resumiré este aspecto de la cuestión con la frase de un crítico, colaborador de ya no recuerdo qué revista-basura, quien, furibundo, aullaba en una emisión de televisión: "¡Houellebecq debería estar ante los tribunales, en cambio se le regalan millones y se elogian sus novelas racistas!".
 
Pues resulta que ninguno de los presentes, críticos y escritores, se indignaron ante una concepción tan humanista de la libertad de expresión. Ninguno recordó al histérico progre que ya le habían arrastrado, inútilmente, ante los tribunales los "musulmanes moderados" de París, con motivo de su novela Plataforma, a mi juicio la mejor de las dos que leí. Precisamente las páginas dedicadas al bestial ataque de terroristas islámicos contra turistas occidentales en un país asiático, consideradas por los cretinos como blasfematoria, son las que me parecieron más interesantes, mucho más que su erotismo pornográfico, que parece inspirado por el cine X. O por Catherine M., lo cual es la repanocha. Además, todo el mundo sabe que es mentira, que los terroristas islámicos jamás atacan a turistas, ni lanzan aviones contra torres, ni ponen bombas en trenes y metros, ni usan coches-bomba, ni utilizan suicidas-asesinos.
 
Esta censura inquisitorial, ya lo he dicho y lo repetiré cuantas veces lo considere necesario, no concierne al respeto a las religiones, sino únicamente al islam, y no tiene más fundamento que el miedo, porque nadie puede afirmar un segundo que en Europa, sin hablar de otros continentes, la religión musulmana gozara de particular prestigio, interés o curiosidad, hasta la fatídica fecha del 11/9 (9/11 en los USA). Esto no sólo es cierto en relación con los europeos no musulmanes, también lo es con las minorías, consideradas oficialmente como musulmanas en Europa pero que frecuentaban poco, o nada, las mezquitas, mientras que ahora, desde la explosión del terrorismo por doquier, rebosan de fieles, porque lo que en realidad les moviliza es mucho más Ben Laden que Mahoma, Al Qaeda que el Corán. Por cierto, este libro se ha convertido en un best seller recientemente, cuando hace cinco o diez años sólo algunos "especialistas" lo habían leído, entre los que me cuento, no por méritos propios sino impulsado por Antonio López Campillo.
 
"¡Por fin los árabes volvemos a meter miedo!". Esta frase, pronunciada con arrogante alegría, ante las cámaras de la televisión gala, por un grupo de cabezas rapadas de origen magrebí, después de los atentados de Nueva York y Washington, me parece resume perfectamente la mentalidad de muchos, demasiados, "musulmanes", que constituyen el agua por donde se mueven a gusto los peces terroristas.
 
Dejando de lado el error geopolítico, porque varios países musulmanes no son árabes, considero que la voluntad de potencia, de venganza, de conquista, contenida en esa frase desempeña un papel esencial en la movilización antioccidental, o sea antidemocrática, que poco tiene que ver con la interpretación "justa" de la religión musulmana, aunque la visión radical y guerrera del Islam nutra el conjunto del movimiento terrorista islámico. A fin de cuentas, no todos los que apoyaron a Hitler fueron nazis convencidos.
 
Esta guerra que nos han declarado no se limita a discusiones teológicas, en las que eruditos musulmanes (si existen, no se les ve el plumero) lograrían convencer, "con nuestra ayuda", a sus hermanos de que cometen errores religiosos cometiendo atentados. Ni se limita a operaciones policiales, como si los terroristas fueran delincuentes comunes, peligrosos, desde luego, pero que "nada tienen que ver con el Islam, ya que el Islam condena el terrorismo". Argumento falso: ¿dónde está el texto islámico que condena el terrorismo, la matanza de infieles o la "guerra santa"? Mahoma, desde luego, no habló de aviones, ni de coches-bomba.
 
Esta guerra no se limita a operaciones militares, aunque las de Afganistán e Irak fueron necesarias, y pese a las dificultades y gravísimos problemas nadie puede negar que la tiranía talibán o la de Sadam Husein han sido vencidas, y el mero hecho de que se discutan los méritos y defectos de la Constitución en Irak, y se celebren elecciones, demuestra que las cosas avanzan por mejor camino. Como será tal vez necesario, asimismo, bombardear mañana las instalaciones nucleares militares en Irán.
 
Claro, siempre los hay que afirman que todo va peor, que Sadam Husein era un buen tirano (y además aliado de la URSS, ayer), por ejemplo, o que si el caos reina en Gaza, después de la exitosa retirada israelí, la culpa la tiene Sharon. O Israel, por el mero hecho de existir. Siempre los hay que, cegados por su odio a los USA y su miedo al terrorismo islámico, dan la razón al enemigo. Porque Al Qaeda también les ha declarado la guerra a ellos, por ser infieles, aunque sean progres, antiyanquis, antisemitas y antimundualistas.
 
Esta guerra es una guerra total, con sus aspectos de guerra psicológica, como en otras; aunque aún más, porque son todos los aspectos de la democracia, y los más valiosos para nosotros, como el pluralismo político y sindical, el sistema parlamentario, la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, cualquiera que sea su sexo, raza o religión, la absoluta libertad de expresión, etcétera, son todos esos valores democráticos los que quiere destruir el Islam, unos con métodos más radicales que otros. Pero no nos llamemos a engaño: pocos son los islamistas, estados, organizaciones, personas, que respetan el Occidente democrático y desean una estrecha y fructífera colaboración con él.
 
Por ello, si bien hemos visto acciones militares positivas, acciones policiales que han permitido el arresto de peligrosos terroristas, continuamente estamos perdiendo batallas en el terreno de las ideas, debido al derrotismo y al miedo. Se extiende el antisemitismo, apenas disfrazado de "antisionismo"; en la enseñanza domina una voluntad de censura contra supuestos delitos de "islamofobia"; se levantan hogueras, por ahora simbólicas, contra libros y sus autores; se aceptó con una facilidad repugnante la condena a muerte a Saldam Rushdie, y se pretende censurar a Houellebecq, último, pero no único, ejemplo. Y así van las cosas.
 
Claro, los cobardes no siempre logran imponer su censura: la libertad de expresión atacada resiste, y hasta vence a veces, pero cada día resulta más difícil aplicar la bonita sentencia de Voltaire: "Estoy radicalmente en contra de sus ideas, pero defenderé, hasta la muerte, si fuera menester, su derecho a expresarlas".
 
Pues eso, Houellebecq tiene derecho a escribir lo que le dé la gana, y hasta a ganar fortunas. Prefiero las operaciones comerciales a las operaciones talibanes.
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