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EL ACONTECIMIENTO Y LA PALABRA

'Séneca en Auschwitz'

La poesía no es más que el torpe balbuceo de una pueril criatura que no puede hablar. Un adolescente alucinado da, sin embargo, en un acto que lo desborda como sujeto, con la combinación de signos que alumbra cierta belleza, cierta verdad en mitad de esa especie de ecolalia a la que está condenado. Hay, entonces, poesía. ¿Cómo cargar con el peso de la verdad?


	La poesía no es más que el torpe balbuceo de una pueril criatura que no puede hablar. Un adolescente alucinado da, sin embargo, en un acto que lo desborda como sujeto, con la combinación de signos que alumbra cierta belleza, cierta verdad en mitad de esa especie de ecolalia a la que está condenado. Hay, entonces, poesía. ¿Cómo cargar con el peso de la verdad?

"J'écrivais des silences, des nuits, je notais l'inexprimable. Je fixais des vertiges" (Arthur Rimbaud, Une saison en enfer, Délires II. Alchimie du verbe). Poetas que no pudieron soportar esa carga abandonaron tras la palabra. Supieron que no había nada más que decir:

Tutto questo fa schiffo. Non parole. Un gesto. Non scriverò piú (Cesare Pavese, Il mestiere di vivere).

La Filosofía ha de asumir esa carga, sin embargo. Poner en palabras lo que no es posible poner en palabras. Como sostiene el ateniense al describir al ser humano, siempre dentro de la caverna, decir el horror es bello, inútil y necesario. Si no es así, si la Filosofía administrada se pliega a la repetición de los tópicos que constituyen el ensamblaje del discurso oficial, mejor cerrar las facultades y encerrar a los filósofos en sus lúgubres y superfluas bibliotecas.

En el mundo editorial español, ese desierto del pensamiento en el que sólo hay espejismos y contados oasis auténticos, ha aparecido un libro que acarrea ese peso de decir lo que hay que decir pero no se puede verdaderamente decir.

Se trata de Séneca en Auschwitz, de Raúl Fernández Vítores, un texto imprescindible y devastador, que no hace concesiones al lector, que no le deja tomar aire, sofocado si osa seguir la línea argumentativa, por lo apabullante del discurso que se le presenta.

Es un texto redactado sin puntos y aparte, con lo que fuerza al lector a someterse a la tensión de recorrer sin descanso la argumentación agonística o a abandonar. No deja margen a discurso útil ni práctico de ningún tipo. Se sitúa en una región en la que los códigos convencionales de la acción humana están desactivados, se muestran huecos o directamente asesinos. El filósofo, es decir, Platón, y los que tras su estela contribuyen a poner en marcha la maquinaria virtual de destrucción masiva en que la Filosofía consiste han despertado constantemente, a lo largo de la Historia, de la pesadilla del acto, de la militancia, del compromiso, de la praxis, de la acción. El despertar (Platón despertó en Siracusa, Spinoza en Ámsterdam) nos conduce irremisiblemente a la encrucijada aporética a que se reduce la tragedia de la condición humana: toda acción es fuente de mal.

Y el sistemático desprestigio de lo intelectual que ha aquejado a la modernidad en decadencia hasta incurrir en la mera postmodernidad va de la mano de la necesidad de actuar, de hacer (el "¿Qué hacer?" de Lenin). Por ejemplo:

[Julius Streicher] was happy that "the gap between cognition and action, between mind and politics created by a sick epoch was begining to close" (Max Weinrich, Hitler’s Professors. The Part of Scholarship in Germany’s Crimes Against the Jewish People, pág. 54).

Y tan constitutivo de la condición humana es la necesidad de obrar, a la que, como vemos, el pensamiento estaría sometido, que en términos neuronales el hacer parece ser sólo una intensificación cuantitativa del pensar:

Cuando visualizamos algo se activan casi las mismas áreas cerebrales, aunque en menor intensidad, que cuando realizamos la acción (Tomás Ortiz, Neurociencia y educación, pp. 114-115).

Por eso, y aunque Fernández Vítores concede la posibilidad de un tipo de acción que no sea ya política ("La muerte de la política sólo es la muerte de la praxis política, no la muerte de toda praxis"), su obra se abre en el corazón mismo de esa aporía: no hacer –ni sentir, compadecer(se), consolar(se)–, sino entender.

La principal labor del intelectual no debe consistir en imaginar puentes entre utopía y realidad sino, más bien, en no perder de vista ni un instante la parda realidad (pág. 25).

Es lo que Spinoza resume en la fórmula

et ut ea, quae ad hanc scientiam spectant, eadem animi libertate, qua res mathematicas solemus, inquirerem, sedulo curavi, humanas actiones non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere.

No hacer significa callar (y otorgar) o escribir, esto es, decir el mal (hecho) y la lógica implacable que lo explica. Ése es el desafío: explicar la lógica del exterminio y no relegarlo al consolador rincón de la demencia colectiva transitoria. Escribir después de Auschwitz implica asumir el peso que implica dar cuenta de la red de causas que lo determinan, asumir que el Holocausto es el producto de la Europa culta y civilizada, progresista e ilustrada. Escribir después de Auschwitz es obsceno. Es lo que queda fuera de la escena, de la imagen, del amasijo de convenciones que hacen soportable la condición humana y que conforman la realidad sostenida por los mass media. Es lo que no se puede decir más que balbuceando, temblando:

La visión de lo acontecido nos hace balbucir e inevitablemente trastorna la literatura (pág. 75);

bordeando el silencio (donde el yo no es nada porque calla para que haya verdad) y acaso la locura (donde el yo lo es todo y no deja resquicio a la razón). Pero es, sin más, lo que hay que decir.

¿Por qué no calla nuestra escritura? ¿Por qué seguimos escribiendo aun cuando sabemos que no nos será dado decir la verdad, medrosos e impotentes, prisioneros del yo odioso? (pág. 66)

Es lo que nadie de entre los cuerdos, sensatos, biempensantes idealistas de todas las ideologías escuchará, cada uno envuelto en el mismo disfraz respectivo (de derechas-izquierdas). No extrañará, pues, que este libro crucial sea sepultado por esa muerte sutil con la que las sociedades mediáticas eliminan la verdad: el silencio. Y será silenciado, ocultado e ignorado precisamente por ser demasiado obsceno, porque pone el dedo en la herida de las sociedades actuales –más allá de que algunas de sus conclusiones puedan someterse a discusión– porque lanza al espacio público, al ágora, el problema sobre el que hay que discutir, los términos sin los cuales no hay manera de entender nada:

Nuestro lenguaje está dañado. Nuestra escritura es culpable. Y lo seguirá siendo mientras no seamos capaces de vernos a la luz de Auschwitz. Otros habrá que prefieran vivir como neonatos hasta el día de su muerte. El Holocausto no es singular por las víctimas sino por los victimarios. Y no fueron los otros: fuimos nosotros. Algo que teníamos olvidado, que quizá estaba latente en nuestra naturaleza, pero que en todo caso permanecía dormido en nuestro mundo o, más bien, reprimido. Algo brutal logra en un momento liberarse, despierta, se manifiesta o sencillamente vuelve, pillando por sorpresa a nuestras buenas conciencias. Y entonces: yo no soy esta atrocidad, soy lo otro no atroz, o mi reino no es de este mundo. Fue así como perdimos el mundo y a solas nos quedamos con su palabra. En Auschwitz perdió el mundo la Modernidad porque su discurso, el discurso moderno, no puede referirlo. Por eso Auschwitz es un acontecimiento (pág. 52).

Fernández Vítores radiografía la cadena causal que conduce del Estado del Bienestar a la Tanatopolítica y de ésta al Exterminio.

Lo que hay que explicar no es cómo el nazismo rompe la lógica del capital sino cómo esta misma lógica permite, en ciertas circunstancias, esa deriva ideológica (pág. 43).

Un capitalismo no integrado sólo puede poner en marcha la máquina de hacer billetes para superar una crisis económica y social a costa de exportar la inflación que es incapaz de asumir. El nacionalsocialismo fue una deriva demagógica hacia el bienestar (pág. 44).

El Estado del Bienestar, y no su quiebra, es genocida. Ante semejante amenaza ¿es posible siquiera lo que denominamos sociedad civil?:

Sabemos –tras el Holocausto– que lo que suele llamarse "sociedad civil" no basta para poner freno al genocidio, que a veces es necesario un Estado que como poder la represente. (...) dejar en manos del Estado nuestro bienestar se nos antoja que es cavar nuestra propia tumba... en el aire. Hora es de desligar la noción de bienestar de la palabra estado. El "estado del bienestar" ha existido, efectivamente: ha existido un Estado empeñado en propiciar un cierto nivel de vida a los hombres que vivían bajo su égida. Ha existido: pretérito perfecto; ya no existe. Y esto es especialmente trágico en la estatalizada Europa, una fantasmagoría cuya sociedad civil está decrépita y donde hoy se encuentra el mejor caldo de cultivo para nuevas monstruosidades demagógicas (pág. 49).

Sin poner la menor esperanza en que sus palabras tengan efecto real sobre el que las escucha y la sociedad de la que habla, el filósofo da el aviso. La escritura ha quedado herida de muerte tras el Holocausto. Seguir escribiendo es o bien mera producción de estupidez solemne, olvido cómplice de Auschwitz, o bien el imposible teológico de ponerle palabras al mal que nos constituye. Escribir hoy es demasiado duro, demasiado inocuo, demasiado necesario.

 

RAÚL FERNÁNDEZ VÍTORES: SÉNECA EN AUSCHWITZ. LA ESCRITURA CULPABLE. Páginas de Espuma (Madrid), 2010, 107 páginas.

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