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MIKLÓS BÁNFFY

Un conde transilvano (y no es Drácula)

Mejor confesarlo de entrada: entre ver una buena película y leer una gran novela histórica, prefiero hacer lo primero. Y si lo primero está basado en lo segundo, mucho mejor. Es incomparablemente más placentero ver El Gatopardo de Luchino Visconti que leer la novela del príncipe de Lampedusa.

Mejor confesarlo de entrada: entre ver una buena película y leer una gran novela histórica, prefiero hacer lo primero. Y si lo primero está basado en lo segundo, mucho mejor. Es incomparablemente más placentero ver El Gatopardo de Luchino Visconti que leer la novela del príncipe de Lampedusa.
No es de extrañar. Sobre todo en el caso de la mayoría de novelas históricas. Que más que en un género literario se encuentran a gusto en un cajón de sastre. Salvo por su lejano y documentado atrezo y decorado, ¿qué tienen en común Waverley, Nuestra Señora de París y Guerra y paz? Mucho más confuso es el caso de las novelas escritas ya en pleno siglo XX que siguen las pautas de estos prestigiosos modelos románticos. Entre otras cosas, porque los novelistas posteriormente dados a su cultivo, en todo caso los talentosos, saben que trampantojos como la alegoría, los personajes-tipo y los paralelismos históricos han perdido en popularidad lo que han ganado en acartonado academicismo.

La novela histórica ha tenido que renunciar a estas muletas, lo que no es de lamentar, por cierto. En cambio, para compensar y, sobre todo, para justificar sus pretensiones históricas se resignó a apostarlo todo al retrato de época (o sea, al Zeitgeist). Y como ya se ha vuelto inverosímil proponer personajes emblemáticos, esta función simbólica se reparte entre varios miembros de una misma familia o clase social. De La marcha Radetzky, de Joseph Roth, a Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell, los mejores ejemplos de esta novela histórica de segunda generación –que Albert Thibaudet llamaba, con toda propiedad, roman brut– basan su eficacia en presentar como materia novelesca una curiosa mezcla de nostalgia por un tiempo ya pasado pero del que aún sobreviven trazas en el presente y la fascinación que ejerce el espectáculo de un modo de vida estable, transmitido de generación en generación, captado horas antes de que desaparezca.

Miklós Bánffy (1873-1950) dejó escrita una trilogía que encaja cómodamente en esta segunda generación de novelas históricas. Los días contados (1934), Las almas juzgadas (1937) y El reino dividido (1940) –en cuyos títulos resuena el Mené, mené, tequel, ufarsín de Daniel 5, 26– fueron tan populares en la Budapest de los años 30 como las coetáneas novelas de Roth en Viena, pero, a diferencia de las del austriaco, las del conde de Losoncz, nacido en la transilvana Kolozsvár, cayeron en el olvido, víctimas de la Segunda Guerra y, después, de la censura comunista. Sólo en la década de 1980 fueron reeditadas en el original húngaro en que fueron escritas, y gracias a la hija de Miklós, Katalyn Bánffy-Jelen, que se ha encargado de su traducción al inglés, han comenzado a circular fuera de Hungría desde comienzos de este siglo.

Como no podía ser menos, se trata de una saga familiar, centrada en dos personajes, primos hermanos y miembros de la aristocracia húngara: el conde Bálint Abády y László Gyeröffy. Todo lo que el primero tiene de espíritu emprendedor, reformista y práctico, el segundo lo tiene de idealismo romántico y negación de la realidad en nombre de un fanatismo artístico que lo destina al fracaso. En Los días contados, Bánffy planta personajes y decorados en la Hungría de 1904 y los años que precedieron a la Primera Guerra. Todos los ingredientes habituales del género se dan cita entre estas paredes de papel: el amor por una misma mujer, el laberinto de pasiones políticas en el crepúsculo austro-húngaro, los bailes y cacerías y partidas de cartas de la aristocracia, los viajes al Sur, a Venecia. No tiene sentido contar el argumento o la trama, porque argumento y trama son, en este género de novelas, siempre tratados como atrezo, y el atrezo y el decorado son la materia misma que se pretende contar.

Eso sí, Bánffy, que anduvo metido en política y llegó brevemente a ministro de Exteriores en 1921-1922, tiene la virtud de ensayar la objetividad y matizar los inevitables lugares comunes con toques tan redundantes como esperables de ironía. El libro todo se lee como si fuera, precisamente, una película. Una gran película, a lo Senso, a lo Gatopardo. Lástima que no lo sea. Pero quién sabe, a lo mejor algún aguerrido cineasta se atreve un día de estos a hincarle el diente digital. Si tal llegara a suceder, sin duda iré a verla.


MIKLÓS BÁNFFY: LOS DÍAS CONTADOS. Libros del Asteroide (Barcelona), 2009, 668 páginas.
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