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LA IMPUNIDAD IMPERIAL

Un libro fallido por tendencioso

Éste es un libro fallido, aunque documentalmente aprovechable. Digo que es fallido porque, lejos de demostrar su tesis (que EEUU –el “Imperio”, según el autor, Roberto Montoya– “legalizó la tortura” y “blindó” ante la justicia a sus militares, agentes y mercenarios), demuestra más bien que en los Estados Unidos de América sigue imperando el Derecho. 

Éste es un libro fallido, aunque documentalmente aprovechable. Digo que es fallido porque, lejos de demostrar su tesis (que EEUU –el “Imperio”, según el autor, Roberto Montoya– “legalizó la tortura” y “blindó” ante la justicia a sus militares, agentes y mercenarios), demuestra más bien que en los Estados Unidos de América sigue imperando el Derecho. 
Detalle de la portada de LA IMPUNIDAD IMPERIAL.
A esta "anti-tesis" se llega no con elementos externos al libro, sino justamente desde su muy estimable acervo documental. La explicación de por qué con tales datos objetivos se llega a una conclusión insostenible es muy sencilla, y se resume en una palabra: tendenciosidad.
 
La impunidad imperial se abre con un prólogo de Adolfo Pérez Esquivel que, benévolamente, hay que calificar de lamentable. Es asombroso que un sujeto que compara a USA con Hitler (pág. 23), que califica como "atentados de la resistencia" los crímenes que cometen los integristas en Afganistán e Irak (pág. 21), que acusa a USA de "manejar los resortes del tráfico de armas y drogas" (pág. 21), haya podido obtener el premio Nobel de la Paz.
 
Más asombroso aún es que diga que la guerra de Afganistán, emprendida por USA después del 11-S, se produce "sin el consentimiento de las Naciones Unidas y del Consejo de Seguridad" (pág. 21), a pesar de que el libro que prologa (y que se supone leyó) demuestra lo contrario (pág. 101). Por si fuera poco, cae en el tópico insostenible de hablar del "bloqueo económico impuesto en forma unilateral [por EEUU] durante más de 45 años contra Cuba", cuando cualquier turista español sabe que no existe tal "bloqueo", sino un "embargo" norteamericano que no impide a otros países comerciar con la Isla.
 
La verdad es que pocos prólogos son tan contraproducentes para el texto prologado como éste. Pero el autor y la editorial debieron de considerarlo de otra manera, porque se anuncia incluso en la portada.
 
Aunque la obra se estructura en diez capítulos, en realidad podría haberlo hecho, y mejor, en cinco, porque algunos pudieran, en razón de su contenido, refundirse (así, el 1, el 2, el 5 y parte del 6; el 3, el 4 y parte del 6; o el 8 y el 9). Y cinco son los grandes temas: las torturas en la prisión iraquí de Abú Ghraib, la legislación norteamericana sobre terrorismo, la utilización de mercenarios y la privatización de la guerra, el traslado por parte de la CIA de detenidos a países que utilizan la tortura y la negativa norteamericana a ratificar el tratado que establece el Tribunal Penal Internacional.
 
La cuestión de las torturas en Abú Ghraib es uno de los argumentos que utiliza Montoya para justificar la "impunidad imperial". Pero la lectura del texto nos indica claramente lo contrario. Antes de que los medios de comunicación crearan el escándalo ya existían varias investigaciones internas en el Ejército de EEUU. Si éstas se pusieron en marcha es, justamente, porque algunas de las prácticas efectuadas por algunos soldados no eran conformes con las pautas y el Derecho norteamericano. Si las torturas fueran algo "legal" y "autorizado desde arriba", ¿quién puede creer que desde arriba –no puede ser desde otro lugar– se ordenasen investigaciones internas?
 
A la derecha, la soldado England, uno de los condenados por los abusos en Abú Ghraib.Pero no sólo se trata de las investigaciones internas que el propio Ejército puso en marcha: es que los implicados en aquel escándalo han sido juzgados y condenados por los tribunales norteamericanos. Lo que no parece avalar la supuesta "impunidad imperial". Que las penas le parezcan insuficientes a Roberto Montoya es una cuestión distinta y discutible. De hecho, no me cabe duda de que Montoya está en contra de la aplicación de la pena de muerte a Sadam Husein, mientras muchas otras personas no aceptarían una inferior. Pero que las condenas no sean todo lo graves que uno desearía no le autoriza a hablar de "impunidad".
 
El segundo núcleo temático aborda la legislación antiterrorista norteamericana. Montoya hace un esfuerzo notable de documentación, aunque en algún momento cometa burdos errores, como cuando, al aludir al Título 18 del "USC", habla del "Título 18 del Código Penal" (pág. 109), ignorando que en el Derecho norteamericano la expresión "USC" alude al "United States Code", que no es el "código penal" sino el "código de todas las leyes norteamericanas" (por cierto, en EEUU no existe un "código penal" como tal). Montoya recoge la mayor parte de los textos jurídicos más importantes elaborados en USA para hacer frente al terrorismo (aunque se echa de menos que no haya manejado sentencias de tribunales; o, por lo menos, no han sido debidamente citadas). Sin embargo, en lugar de reconocer que USA ha hecho el único esfuerzo jurídico serio para hacer frente al terrorismo, se dedica a descalificarlo sin dar un solo argumento racional.
 
Así, por ejemplo, al tratar del importantísimo memorándum de 4 de febrero de 2002 que argumenta que los talibanes y terroristas similares no están sujetos a los Convenios de Ginebra, precisamente por no cumplir con el requisito del artículo 4 de los mismos, a saber, utilizar uniformes militares (desechando las ventajas pero minimizando los riesgos que asumen quienes sí los visten).
 
Frente a tan fina argumentación, Montoya opone descalificativos, como que estamos ante "una extrapolación a toda luces insólita", o que se trata de unos "peculiares" argumentos legales, o que el memorándum resultaba "convincente" para Bush (págs. 105-106). A pesar de no poder contraargumentar, Montoya insiste en calificar a los talibanes como "prisioneros de guerra" en el sentido de las Convenciones de Ginebra, aunque claramente no cumplen los requisitos (pág. 149).
 
Montoya, no digo que sea incapaz (creo que lo sería), es que rechaza visceralmente reconocer el mérito del esfuerzo norteamericano por hacer frente desde el Derecho al terrorismo, pero sin por ello provocar la indefensión de la sociedad democrática. Así se demuestra cuando dice que a aquellos detenidos USA les niega "unos derechos básicos" (pág. 139), o todos (pág. 159). Sin embargo, tanto el examen de los protocolos de interrogatorios de Guantánamo que Montoya reproduce como la práctica nos revela que USA no les niega el derecho a la vida o a la integridad física, pues en ningún momento ha considerado que pueda matarlos o mutilarlos.
 
El tercer asunto sobre el que pivota la obra es la utilización de mercenarios y la privatización de la guerra. Aquí también pretende hacernos creer el autor que esto es una táctica para actuar con "impunidad"; pero de nuevo se niega a interpretar correctamente los datos objetivos que él mismo ofrece. Por un lado reconoce que existe un vacío legal respecto a los "soldados privados" al servicio de USA en los Convenios de Ginebra; en cambio, por otro lado da una interpretación falseada de las resoluciones de la ONU que condenan el empleo de mercenarios, pues las que cita (pág. 231, nota 23) lo que prohiben es contratar mercenarios para derribar gobiernos de los Estados miembros de la ONU, no hacerlo para que apoyen a los gobiernos de los Estados miembros frente a movimientos insurgentes o terroristas.
 
El propósito de Montoya no sólo se cae estrepitosamente al analizar la supuesta ilegalidad del uso de soldados privados (contractors), también al aludir al supuesto propósito de utilizarlos para conseguir "impunidad". Él mismo tiene que reconocer que las leyes norteamericanas permiten castigar las conductas de los soldados privados, y de hecho los tribunales de USA así lo hicieron con algunos de ellos, que, pese a estar –según el autor– en estrecho contacto con las altas esferas del "imperio", fueron condenados por tribunales del nuevo régimen afgano apoyado por Washington (pág. 211 y ss.).
 
El cuarto tema es el del traslado de detenidos en aviones de la CIA desde Irak o Guantánamo a una serie de estados poco respetuosos con los derechos humanos (Marruecos, Egipto, Jordania, etcétera) para ser interrogados allí. Pero esta práctica, si algo demuestra, es justamente lo contrario de lo que pretende Montoya. Porque si los detenidos son llevados a otros países para ser “interrogados” es, justamente, porque las "técnicas de interrogación" que se utilizan en tales países no son lícitas en USA; luego queda demostrado que las normas que establecen los protocolos de interrogatorio para Guantánamo e Irak no "legalizan la tortura", como pretende Montoya. Por lo demás, resulta muy instructivo leer esos protocolos (págs. 130-133) y compararlos con las prácticas habituales que se denuncian en países como Marruecos o Egipto; para distinguir lo que es verdaderamente tortura de lo que no lo es.
 
El quinto y último asunto es el de la negativa de USA a ratificar el convenio que establece un "Tribunal Penal Internacional", y sus esfuerzos diplomáticos por suscribir, mediante acuerdos bilaterales, convenios que protejan a sus soldados. Montoya es incapaz de ver que esa negativa, lejos de producir una "impunidad", se explica desde el reconocimiento de que el mecanismo internacional no tiene una legitimidad equiparable a la de los tribunales norteamericanos. Mientras éstos aplican una ley elaborada por los representantes de los ciudadanos, y los propios jueces son elegidos por el pueblo o con autorización de los representantes del pueblo y el control de los parlamentos, el Tribunal Penal Internacional se elige por estados, muchos de los cuales pisotean las ideas de democracia, Estado de Derecho o derechos humanos. Por lo demás, los controles del TPI son menos exigentes que los que rigen para las cortes norteamericanas. El rechazo al TPI, por tanto, lejos de ser una búsqueda de "impunidad" es una exigencia de la democracia.
 
Éste es un libro fallido, pero bien documentado generalmente, decíamos al principio. En efecto, Montoya disponía de la documentación que le hubiera permitido estudiar la empresa, ciertamente importante, iniciada por USA de cómo salvar a las sociedades democráticas del terrorismo. En lugar de eso, ha preferido desacreditar tal esfuerzo y cerrar los ojos ante el terrorismo. No es esa la elección de los que creemos en la libertad.
 
 
Roberto Montoya: La impunidad imperial. Cómo EE.UU. legalizó la tortura y “blindó” ante la justicia a sus militares, agentes y mercenarios. La Esfera de los Libros, 2005. 335 páginas.
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