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CÓMO LA IGLESIA CONSTRUYÓ LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL

Un mundo católico

Ciudadela acaba de publicar la traducción del magnífico libro del historiador liberal Thomas Woods Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental. Acostumbrados a oír que el catolicismo ha supuesto un freno para el desarrollo intelectual, científico, jurídico y artístico de Occidente, resulta gratificante recorrer las páginas de esta obra y dar con contribuciones esenciales de la Iglesia de Roma a nuestra sociedad.

Ciudadela acaba de publicar la traducción del magnífico libro del historiador liberal Thomas Woods Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental. Acostumbrados a oír que el catolicismo ha supuesto un freno para el desarrollo intelectual, científico, jurídico y artístico de Occidente, resulta gratificante recorrer las páginas de esta obra y dar con contribuciones esenciales de la Iglesia de Roma a nuestra sociedad.
Interior de la cúpula de San Pedro.
Sin embargo, voy a empezar esta recensión con una discrepancia con el autor; en concreto, con el título que ha puesto a la obra. Woods afirma que la Iglesia construyó la civilización, lo cual me parece bastante erróneo, incluso ingenuo. Occidente no sólo no es el fruto de un diseño deliberado de Roma, es que ésta tampoco planeó las consecuencias que sus principios teológicos y sus acciones caritativas iban a tener sobre la sociedad. De hecho, la grandeza de este libro es que muestra cómo la Iglesia se convirtió en un pilar fundamental del desarrollo de Occidente sin que ella misma diseñara esa civilización ni impusiera su voluntad mediante la fuerza.
 
Esto no significa, claro está, que la historia de la Iglesia sea impoluta, o que nunca haya aprovechado su relación con el Estado para tratar de imponer su moral particular, sino, más bien, que sus grandes contribuciones tuvieron lugar sin que mediara el empleo de violencia alguna y sin que, repito, la propia Iglesia previera el enorme alcance de sus actuaciones, guiadas por sus dogmas de fe y no por oportunismos proselitistas.
 
El primer ejemplo que ofrece Woods es el de los monasterios, cuyo origen se encuentra tanto en el retiro espiritual que buscaban ciertos cristianos para alcanzar a Dios como en la consagración de algunas vírgenes (las futuras monjas) al cuidado de pobres y enfermos. Los monasterios, por tanto, surgieron del amor cristiano hacia Dios y el prójimo, pero su influencia sobre la civilización fue mucho más allá. Por hacer una enumeración no exhaustiva, los monjes iniciaron el cruce de ganados, descubrieron cómo fermentar la cerveza, cultivar frutas, elaborar quesos; crearon el champán, mejoraron los viñedos, perfeccionaron la metalurgia e inventaron los  relojes de ruedas dentadas (en concreto, el futuro papa Silvestre II).
 
Muchas de estas innovaciones las desarrollaron para su propio provecho. Por ejemplo, el vino lo necesitaban para la Eucaristía, y dieron en incrementar la productividad agrícola y ganadera porque habitaban las tierras menos fértiles, que nadie más quería.
 
Aristóteles.Los monasterios fueron decisivos en la conservación de casi toda la literatura antigua que ha llegado a nuestros días. Autores como Aristóteles, Cicerón, Virgilio, Horacio, Marcial, Suetonio, Ovidio o Quintiliano probablemente habrían caído en el olvido si no hubieran acudido los monjes a su rescate.
 
De nuevo, esta tarea de conservación no fue casual. Los cristianos, como recordaba Ratzinger en su Introducción al cristianismo, pronto entendieron que la filosofía clásica podía compatibilizarse con la relevación cristiana, ya que ambas buscaban la verdad mediante la razón (como más tarde intentaron San Agustín con Platón y Santo Tomás con Aristóteles). De ahí que los monjes se dedicaran a estudiar con profundidad los textos antiguos.
 
El capítulo dedicado a la ciencia es una de los más interesantes. En el caso de la astronomía, para muchos la bestia negra de la Iglesia, el profesor Woods destaca algunos hechos contundentes.
 
Copérnico accedió al sacerdocio y fue requerido por el V Concilio de Letrán para que colaborara en la reforma del calendario. Los jesuitas inventaron los telescopios reflectores –de hecho, hay 35 cráteres lunares que llevan el nombre de otros tantos miembros de la Compañía–. El astrónomo Giovanni Cassini verificó la hipótesis de Kepler sobre la órbitas elípticas valiéndose del observatorio de la Basílica de San Petronio. Varias catedrales se construyeron para que hicieran también las veces de observatorios solares (para poder determinar la fecha exacta de la Pascua), y sirvieron de base para múltiples observaciones (sólo en la de San Petronio se realizaron más de 4.500 en menos de cien años).
 
El caso Galileo, con ser uno de los episodios negros de la Iglesia, es sumamente matizado por Woods. Por ejemplo, cuando aquél publicó sus Cartas sobre las manchas solares, en las que defendía por primera vez la teoría heliocéntrica de Copérnico, recibió múltiples felicitaciones, incluso del futuro papa Urbano VIII, quien, ya como Sumo Pontífice, le obsequió con dos medallas y le describió como "un hombre cuya fama brilla en el cielo y se extiende por todo el mundo".
 
El problema vino de que Galileo estableciera el sistema copernicano como verdad irrefutable y no como hipótesis de trabajo, sin aportar, además, prueba alguna. La Iglesia demandó a Galileo que cesara de considerarla como tal, si bien le autorizó a seguir estudiándola y presentándola como hipótesis. Pero el científico se negó; la Iglesia, entonces, recurrió a la censura.
 
En otras palabras, el caso Galileo fue más un deseo de la Iglesia por mantener el método científico de contraste empírico que un desesperado intento por su parte de conservar el sistema de Ptolomeo. Varias autoridades eclesiásticas afirmaron que, si se probaba que el Sol era el centro del Universo (como postulaban Copérnico y Galileo), no tendrían inconveniente en releer las Escrituras a la luz de la verdad.
 
Otras contribuciones científicas relevantes fueron la anticipación de la idea de inercia, a cargo de Jean Buridan; el desarrollo de la estratigrafía, a cargo de Nicolaus Steno; la creación de microscopios, a cargo de los jesuitas. Éstos, además, teorizaron sobre la circulación sanguínea, dieron inicio a los estudios de sismología y a la teoría atómica y descubrieron la difracción de la luz.
 
Juan de Mariana.La concepción trascendente de Dios sentó las bases para la investigación científica. Para los católicos, Dios no se encuentra en ningún espacio físico, por lo que no forma parte de la naturaleza; ésta queda, pues, despersonalizada y pasa a estar regida por la causalidad. Los cambios en el mundo no son atribuidos a un deseo expreso de Dios, sino a leyes regulares, discernibles mediante la razón.
 
La Iglesia, y especialmente la Escuela de Salamanca, tuvo una importancia decisiva en el desarrollo de la economía y del Derecho Internacional. El Padre Vitoria sentó las bases del Derecho Internacional al reflexionar sobre el trato que merecían los pueblos indígenas, mientras que Martín de Azpilcueta, Juan de Lugo, Luis de Molina, Domingo de Soto, Tomás de Mercado, Diego de Covarrubias y Juan de Mariana, entre otros, elaboraron teorías económicas muy avanzadas y que aún hoy son una fuente extraordinaria de conocimiento.
 
El Derecho Internacional se asienta en la idea de la dignidad de todos los seres humanos. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, por lo cual es sujeto de derechos naturales frente a cualquier tipo de agresión. En cuanto a las contribuciones económicas, parten de una concepción subjetivista del valor –a diferencia de la de teóricos mucho más reputados, como Adam Smith– que entronca con los hallazgos científicos de la Escuela Austriaca. Los católicos no conferían tanta importancia como los protestantes al trabajo como fruto de toda prosperidad, de ahí que no incurrieran en teorías erróneas como la del valor trabajo, en la que sí creyeron economistas como David Ricardo y, sobre todo, Karl Marx.
 
Podríamos seguir enumerando ejemplos de aportaciones de la Iglesia Católica a la civilización occidental, como las universidades, los hospitales, el mecenazgo, la idea del derecho de restitución o la creación de una excelente red de caridad para enfermos, viudas y huérfanos de calidad muy superior a la tan cacareada como intervencionista Ley de Dependencia.
 
La Iglesia Católica transformó decisivamente a Occidente, pero no porque tuviera un plan para ello. Repito que el único fallo que encuentro en esta obra es que figure el verbo construir en el título; ahora bien, el propio autor me ha informado de que con ello sólo pretendía transmitir la enorme importancia que ha tenido el catolicismo en el desarrollo de nuestra civilización.
 
Ninguno de los progresos que hemos descrito fueron ideados con el propósito y la forma que finalmente adoptaron. Fueron los individuos quienes, haciendo uso de su libertad, los acogieron para mejorar sus vidas. Precisamente de ahí emana la grandeza de la Iglesia: cuando –y porque– ha sido autónoma del Estado y no ha tratado de imponer su moral, ha logrado convertirse en la base de la civilización más avanzada y libre que haya conocido la Humanidad.
 
 
THOMAS E. WOODS JR.: CÓMO LA IGLESIA CONSTRUYÓ LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL. Ciudadela (Madrid), 2007, 280 páginas. Prólogo del CARDENAL CAÑIZARES.
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