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EL FALSIFICADOR DE PASAPORTES

Un Sansón sagaz

¿Por qué no rendir culto a las lecturas de verano y recomendar un libro de toalla playera y siesta larga? Eso sí: no hace falta compartir el sadismo de los editores y su rémora de críticos complacientes, que año tras año le infligen al sufrido veraneante unos tochos de mil páginas, así que mi recomendación es de lo más modesta: apenas roza las trescientas.

¿Por qué no rendir culto a las lecturas de verano y recomendar un libro de toalla playera y siesta larga? Eso sí: no hace falta compartir el sadismo de los editores y su rémora de críticos complacientes, que año tras año le infligen al sufrido veraneante unos tochos de mil páginas, así que mi recomendación es de lo más modesta: apenas roza las trescientas.
Pero en todos los otros atributos que se le suponen a este tipo de libros      –intriga, humor, agilidad narrativa, interés histórico–, El falsificador de pasaportes le gana por goleada, por ejemplo, a la saga de Stieg Larsson. Que, dicha sea la verdad, ya está un poco revenida.

La trama es esta: un judío berlinés, nacido en 1922 de padres rusos emigrados, estudiante de artes gráficas al estallar la Segunda Guerra Mundial, consigue escapar, sucesivamente, al tren en el que toda su familia es deportada a un campo de exterminio en Polonia, al control de los capataces de la fábrica de armamentos a la que fue asignado a trabajar, a la constante vigilancia de la Gestapo y las SS, a los delatores de judíos, y mientras sortea esos obstáculos y unos cuantos más, se enamora por primera vez y no se desalienta, cena en los mejores restaurantes de la capital del Tercer Reich, y hasta se compra un barquito de vela para salir a navegar los domingos con sus ligues. Llegado a un punto, decide pasar a la clandestinidad, pero a diferencia de los 50.000 judíos berlineses que se arriesgaron a vivir sin documentación y sin tarjeta de racionamiento (y de los que, al caer Berlín, sólo 1.500 habían conseguido sobrevivir), siempre tiene a mano sus papeles y puede comprar comida. Hasta el día en que los extravía (y no es la primera vez: nuestro personaje, además, es descuidado con sus cosas), y comprende que corre algún peligro. Entonces, tan campante, se sube a su bicicleta, pedalea hasta la frontera con Suiza, y consigue la hazaña no sólo de cruzarla sano y salvo, sino que la policía helvética no lo expulse a Francia y caiga en manos de los alemanes. Pero es que nuestro afortunado personaje tiene la añadida suerte de pisar suelo suizo en septiembre de 1943, tres meses después de que las autoridades suizas, a la vista ya la probable derrota militar de Hitler, hubiesen abandonado la sana costumbre de devolver a los judíos que buscaban refugio en este país neutral.

¿A que es una historia fantástica? Quiero decir, en la primera acepción del epíteto: que no tiene realidad y consiste sólo en la imaginación.

Pero hay más. El personaje en cuestión tiene un sentido del humor extraordinariamente fino. Quiero decir que lo es incluso para un judío. Por ejemplo. Un día, Cioma (así se llama, o lo llaman: su nombre es Sansón) entra en una galería de arte. Estamos en 1942, y el lector ya sabe, si se ha tomado la ínfima molestia de leer las estupendas notas de la edición, que a esas alturas a los judíos alemanes se les prohibía ejercer de abogados, contraer matrimonio con no judíos, salir de sus casas en invierno después de las veinte horas y en verano después de las veintiuna o poseer bicicletas. Entre otra docena de prohibiciones. También, que estaban obligados a llevar estampillada en su documentación la letra J, añadir a su nombre de pila el de Israel, en el caso de los varones, o Sara, en el de las mujeres, y que desde el 15 de septiembre de 1941 tenían prohibido, todos los mayores de seis años, salir a la calle sin llevar cosida en sus prendas exteriores, bien visible, una estrella amarilla sobre fondo negro.

Pues bien. Cioma, que decidió desde el comienzo confeccionarse una estrella de David de quita y pon, entra un buen día a una galería de arte con su amiga de entonces, Dorothee Fliess, hija de un famoso abogado judío –"cien por cien alemán", informa Cioma– que fue ascendido a oficial en la Primera Guerra Mundial y al que los nazis expulsaron del ejército y, como es lógico, impidieron seguir ejerciendo su profesión. El dueño de la galería –situada en el Landwehrkanal, "el canal en el que fue encontrada muerta, asesinada, la revolucionaria judía Rosa Luxemburg"–, tras observar un rato a la parejita, va y dice: "¿Permiten?", cierra la puerta por dentro, e introduce a Cioma y Dorothee en la trastienda. Descorre una cortina. Y pregunta: "¿Saben lo que es esto? Un auténtico Pechstein, aquí un Nolde y esto, un cuadro de Beckmann. Los mejores artistas alemanes tienen hoy en día prohibido pintar". Y explica a su joven audiencia todo aquello del arte "degenerado". Cioma hace (nos hace a su audiencia, los lectores) este único comentario: "Es una pena que nuestro Führer también haya pintado en su día. Ahora él piensa que también en este campo sabe más que nadie".

Hay lectores que, incluso en verano, son quisquillosos cuando se trata del trasfondo histórico de un libro: que no teman. Por las páginas del de Cioma Schönhaus desfilan auténticos personajes perfectamente situados en su momento y contexto. Por ejemplo, los miembros de la red clandestina que ayudó a millares de judíos alemanes a escapar de la deportación al Este suministrándoles pasaportes y documentos de identidad falsos. Fue una de las más activas y eficaces, y sus promotores –entre los que se contaron personas de un temple moral y una valentía fuera de lo común, como Helene Jacobs o Franz Kaufmann– pertenecían a un grupo de protestantes que rechazaba las políticas eugenistas y raciales del régimen hitleriano. La cabeza visible de esta red fue la Iglesia Confesora (Bekennende Kirche, o BK), movimiento ecuménico protestante opuesto a las políticas eugenésicas y racialistas de los nazis desde su fundación, a comienzos de la década de 1930, por Dietrich Bonhoeffer y Martin Niemöller. Sí, Niemöller, el autor de aquella parábola tan famosa: "Primero vinieron a buscar a los comunistas, y no protesté, porque no era comunista. Luego vinieron a buscar a los judíos, y no protesté, porque no era judío. Luego vinieron por los sindicalistas, y no protesté, porque yo no era sindicalista. Más tarde vinieron por los católicos, y no protesté, puesto que yo era protestante. Finalmente vinieron por mí, y no protesté: ya no había nadie que me escuchase". Que los indocumentados de siempre siguen atribuyendo a Brecht.

Cioma, el lector atento al título de este libro lo habrá adivinado, es reclutado por la red del BK precisamente por sus habilidades gráficas para falsificar toda clase de documentos oficiales, desde pasaportes hasta cartillas de racionamiento y certificados de alistamiento en la Wehrmacht. Ello le permite pasar a la clandestinidad y sobrevivir en sus duras condiciones adoptando nombres e identidades falsas (Günther Rogoff, Peter Schönhausen, Peter Petrow), pero también gracias a sus artes de falsificador Cioma ayuda a salvar a muchos judíos. Entre ellos, a Ernst Ludwig Ehrlich, que también logró emigrar a Suiza, donde continuó la obra histórica y filológica de su maestro, Leo Baeck.

Bueno, y ahora viene la mala noticia: el libro de Schönhaus no es una novela, sino un testimonio. Escrito en primera persona. El Cioma que narra las peripecias hasta aquí someramente evocadas y otras muchas vive en Suiza, en Basilea, donde fundó un estudio de artes gráficas y publicidad. Tiene 87 años y cuatro hijos. Y la intención de escribir sobre sus experiencias en su país de acogida en la ya anunciada secuela a su primer libro: "El falsificador de pasaportes en el paraíso".

Sí, ya sé que es un golpe bajo: como las bicicletas, las novelas son para el verano. ¿A quién se le ocurre que pueda serlo también un testimonio? Y sin embargo, haría mal el lector en fiarse de las distinciones entre un género y otro: una vida como la realmente vivida por Cioma Schönhaus, sin un átomo de grasa imaginaria en los músculos, vale más que cien Falcones y trescientas catedrales del mar cuando está narrada con los mimbres que tan hábilmente maneja su autor.

Hay otra razón, me parece, por la que vale la pena leer este libro. En cualquier temporada, se esté de vacaciones o en el paro. Que, en esta Arcadia feliz del socialismo zapateado, es el destino que o se ha cumplido ya o aguarda a muchos españoles. Voy a enunciarla brevemente.

La historia universal de la infamia antisemita es mucho más imaginativa y cruel que la célebre borgiana. El abultado tomo, reeditado incesantemente, temporada tras temporada logra hacerse un hueco en la lista de los 10 libros más vendidos. Lo abro al azar y, justo después del capítulo "Los judíos obtuvieron en Auschwitz un salvoconducto", caigo en el que reza: "A los judíos europeos los mataron porque se dejaron llevar al matadero como un rebaño de ovejas".

Desde luego, la mayoría de lectores no es consciente de que esta sentencia hunde sus raíces en el plurisecular antisemitismo católico. No tiene por qué haber leído, por ejemplo, lo que San Francisco de Sales ("el Doctor del Amor de Dios") dejó dicho en Defensa de la autoridad de la Iglesia, en su Carta abierta a los Protestantes: "La asamblea de los judíos se llamaba sinagoga, la de los cristianos se llama Iglesia, por cuanto que los judíos eran como un rebaño de ovejas, reunidos por el temor, al paso que los cristianos están congregados por la palabra de Dios, llamados continuamente en unión de caridad por la predicación de los Apóstoles y de sus sucesores." Palabras amorosas, que ya entonces, hacia 1600, eran un eco tan pervertido como rutinario del Salmo 44, 12:
Nos entregaste como ovejas al matadero
Y nos dispersaste entre las naciones...
Lo que sí sabe el lector, sin necesidad de haber estudiado historia o teología, es que la dichosa frase remite hoy a la Shoá y a la supuesta inacción de los seis millones de judíos asesinados en suelo europeo en el corto lapso de un lustro. Pues bien: la historia de Cioma Schönhaus desmiente esa tesis, que también es un infundio. Pero hace algo más, igualmente valioso: recordarnos que no es tan fácil renunciar a la vida en el mundo normal. A un orden, una familia, una clase social. A la legalidad. Y pasar a vivir en lo que Schönhaus llama "un espacio sin ley". Quién puede atreverse a reprochar a los judíos europeos –y sobremanera los alemanes, integrados en la sociedad desde hacía varias generaciones– que de la noche a la mañana no infringieran las leyes y se pusieran al margen de la sociedad.

Schönhaus y muchos otros judíos (muchos más de los que se atreven, aún hoy, a pensar que los judíos colaboraron en su exterminio dejándose conducir mansamente a los crematorios y las fosas comunes) tuvieron mucha suerte, es verdad. Pero esa suerte les habría servido de poca cosa, si en algún momento de la larga noche hitleriana no hubieran reparado en algo parecido a lo que, un buen día, Cioma Schönhaus comprendió: que "el modo de vida ordenado y burgués está incrustado en nuestro interior a mayor profundidad de lo que uno mismo percibe". Y que cuando el mundo se rige por leyes criminales, eso que llevamos incrustado se convierte en un cáncer terminal. Y hay que extirparlo.


CIOMA SCHÖNHAUS: EL FALSIFICADOR DE PASAPORTES. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores (Barcelona), 2009, 282 páginas.
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