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UNA VISIÓN CRÍTICA SOBRE LA REPÚBLICA Y LA GUERRA CIVIL

Una Constitución democrática, pero no mucho

La República no tenía otra tarea, realmente, que la de establecer una Constitución que garantizase el libre juego de las fuerzas políticas y sus programas mediante las libertades, la separación de poderes y las elecciones. Tal venía a ser el proyecto de los derechistas Alcalá-Zamora y Maura, los auténticos organizadores del movimiento republicano; y en él coincidía básicamente Lerroux, el republicano más antiguo y con mayor fuerza electoral, un político moderado por la experiencia, después de haber despuntado a principios de siglo como un exaltado demagogo, furiosamente anticlerical e implicado en el terrorismo.

La República no tenía otra tarea, realmente, que la de establecer una Constitución que garantizase el libre juego de las fuerzas políticas y sus programas mediante las libertades, la separación de poderes y las elecciones. Tal venía a ser el proyecto de los derechistas Alcalá-Zamora y Maura, los auténticos organizadores del movimiento republicano; y en él coincidía básicamente Lerroux, el republicano más antiguo y con mayor fuerza electoral, un político moderado por la experiencia, después de haber despuntado a principios de siglo como un exaltado demagogo, furiosamente anticlerical e implicado en el terrorismo.
Pero esa idea no la compartían las izquierdas, las cuales, pese a su papel poco lucido en los trabajos para traer el nuevo régimen, pensaban representar mucho más que una parte de la República: pretendían "encarnarla" (a su principal jefe por entonces, Azaña, se le llamó precisamente "la encarnación de la República"). Y así, hacían de sus particulares interpretaciones de la realidad española la sustancia misma del régimen, y no un programa de partido expuesto al voto popular. Como vimos anteriormente, esta concepción antidemocrática ha sido adoptada sin crítica por una vasta historiografía, hasta convertirla en un tópico: en España todo se había hecho mal, o no se había hecho, antes de la República, y, por tanto, ésta tenía el derecho y el deber de cambiar drásticamente el país. "Un programa de demoliciones", pedía Azaña.
 
El problema de la Constitución iba a ser, por tanto, clave en el destino del régimen. La clase política española había demostrado una gran afición a las constituciones: no menos de seis en 120 años escasos, de las cuales una sola, la de la Restauración, había regido durante un espacio de tiempo significativo: 47 años. Este solo hecho certifica la inestabilidad, el sectarismo y la corta visión de aquel personal político a través de generaciones, inepto para crear una tradición genuina. Al llegar la II República se planteó nuevamente la cuestión: ¿una Constitución de amplio consenso, capaz de ganarse el respeto y la lealtad de la mayoría de la población y sus partidos, o una Constitución al gusto del partido o grupo de partidos hegemónico en ese momento? Azaña defendió, en las mismas Cortes, la segunda opción:
 
"Si yo perteneciese a un partido que tuviese en esta Cámara la mitad más uno de los votos (…) no habría vacilado en echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una Constitución hecha a su imagen y semejanza, porque a esto me autorizarían el sufragio y el rigor de las mayorías".
 
Idea realmente sandia, porque si el sufragio variaba y otros ganaban las elecciones, estarían autorizados por la misma regla a establecer una nueva Constitución acorde con sus intereses. Pero Azaña y la izquierda en general consideraban, como había de verse, que "el rigor de la mayoría" sólo contaba cuando la obtenían ellos.
 
Martínez Barrio.Martínez Barrio, en sus memorias, comenta con amargura: "De un manotazo se rompía con el propósito de ensayar cualquier política de transacción y de acomodo (…) La clave de la política que desarrolló luego Azaña está en estas palabras". No sabemos si lo vio con tanta claridad en el momento.
 
Aunque había muchos puntos de fricción en el debate constitucional, uno en especial hacía saltar chispas: el de la religión. Las izquierdas españolas, desavenidas en la mayoría de los asuntos, tenían una sola idea realmente clara, aun si obtusa: la Iglesia Católica era la gran culpable de los males del país, y su erradicación una necesidad perentoria. Herencia, desde luego, de la Revolución Francesa, cuyas doctrinas, muy vulgarizadas, seducían a un progresismo hispano poco aficionado a la reflexión y el análisis. Ya he insistido en este punto, y conviene no olvidarlo para entender tendencias que hoy mismo rebrotan con fuerza.
 
Así pues, entre las izquierdas, muy hegemónicas en las Cortes tras las elecciones de junio-julio del 31, predominaba la línea comecuras. Alcalá-Zamora, jefe del Gobierno provisional, temiendo algún disparate, presionó a sus ministros en pro de una propuesta gubernamental moderada y aceptable para la mayoría. El acuerdo, según Martínez Barrio, sostenía estos puntos: separación de la Iglesia y el Estado, libertad de religión, regulación de las órdenes monacales, sostenimiento de los presupuestos de culto y clero durante los años de vida de sus beneficiarios, disolución de la Compañía de Jesús y apertura de un concordato con el Vaticano para regular la situación de la Iglesia. Puntos aceptables para los católicos, excepto el de la disolución de los jesuitas, ofrecida como carnaza a las izquierdas más exaltadas, si bien susceptible de futura renegociación con la Santa Sede. Parecía posible sacar así adelante, sin una ruptura radical, el célebre artículo 26.
 
Pero Azaña, ministro de la Guerra en ese Gobierno, obró por sorpresa y contra el acuerdo de sus colegas. En un preparado discurso propuso en las Cortes no sólo la disolución de los jesuitas, también la prohibición de la enseñanza a las órdenes religiosas y la anulación del presupuesto del clero –acordado tiempo atrás como compensación por las desamortizaciones de bienes eclesiásticos, expropiados sin pago en el siglo XIX–. E iba más allá: las órdenes religiosas debían ser reducidas a la miseria, al prohibírseles, además, cualquier actividad económica e incluso la beneficencia. Esta medida atentaba contra las libertades de conciencia, asociación y expresión; negaba el derecho de los ciudadanos a elegir la educación de sus hijos, reducía los clérigos a ciudadanos de segunda y amenazaba la enseñanza de cientos de miles de niños y jóvenes.
 
Estatua de Vidal i Barraquer (Cambrils).Azaña lo justificó así: "No me vengan a decir que esto es contrario a la libertad, porque esto es una cuestión de salud pública". Es decir, la República debía defenderse, aun vulnerando las libertades, contra un supuesto enemigo designado por él. Un enemigo que venía demostrando espíritu conciliador y hasta acomodaticio, y que había respondido sin la menor violencia a agresiones tan salvajes como la quema de conventos y demás. Con frivolidad no rara en él, Azaña comenta: "El catalanismo de los catalanes llega a extremos chistosos. [El cardenal] Vidal i Barraquer no ve con malos ojos la disolución de los jesuitas, pero estima que ha podido hacerse una excepción con los jesuitas de Cataluña, que son de otra manera, y, por supuesto, mejores". Aun si la anécdota fuese cierta –probablemente lo era–, el político estaba cavando un foso, innecesariamente, entre una República patrimonializada por los suyos y la opinión católica.
 
La propuesta azañista tenía, además, un carácter groseramente antipolítico, por lo irrealista. Partía del supuesto de que "España ha dejado de ser católica". La frase no aludía al hecho, aceptado por la Iglesia, de la separación entre ésta y el Estado: pretendía negar la significativa incidencia católica en la sociedad. Martínez Barrio, una de las principales figuras de la masonería y ministro de aquel Gobierno, escribe:
 
"La afirmación rotunda [de Azaña] produjo, primero, estupor y, luego, indignación. ¿Dónde las pruebas, siquiera los síntomas? (…) Tan sólo una minoría, insignificante cuantitativamente, habíamos pasado el Rubicón y colocado nuestra conciencia individual y las de nuestras familias fuera de la órbita de la autoridad formal de la Iglesia".
 
 Azaña quiso explicar su peculiar idea con otra afirmación no menos gratuita: "Todo el movimiento superior de la civilización se hace en contra suya [del catolicismo]". Desde la izquierda, incluso desde la derecha, se han multiplicado las críticas a la nulidad intelectual de la Iglesia española, pero las mismas exageran, y se hacían, no debe olvidarse, desde la tradición anticlerical, ésta sí singularmente estéril en materia intelectual. De nuevo Martínez Barrio suena más realista cuando señala: "El clero regular realizaba una intensa labor seudo científica y pulidamente literaria para no perder las posiciones preeminentes que en siglos anteriores había conquistado". Y los movimientos antirreligiosos, en particular los comunistas y fascistas, a duras penas podrían calificarse de civilizadores. Significativamente, el ataque a la Iglesia atacaba también las libertades, como el mismo Azaña reconocía.
 
Aquel despótico artículo 26 culminaba, por el momento, el proceso abierto con la quema de conventos, bibliotecas y aulas; y en ambos casos la postura de Azaña pesó decisivamente. Indignados, los diputados católicos abandonaron el debate constitucional, advirtiendo que la ley dividía, y no unía, a los españoles. Alcalá-Zamora y Maura, los más eficaces promotores de la República, dimitieron; el primero advertiría que se había hecho una Constitución para la guerra civil. Y aunque, una vez más, la derecha respondió pacíficamente, la ley básica del Estado tomó un carácter partidista y de trágala del peor augurio. Las libertades democráticas reconocidas quedarían todavía más mutiladas, poco después, por la Ley de Defensa de la República.
 
El propio Azaña describe muy bien la mezcla de sectarismo y frivolidad de aquel Parlamento: "Al proclamarse el resultado de la votación, estalló un aplauso clamoroso (…) Los diputados rompieron en vivas a la República, y las tribunas hacían coro (…) Vi al Presidente [Alcalá-Zamora], echado atrás en su asiento, mirando al techo y hablando solo, en voz baja. Estaba como en un desvarío"; anota cómo al peneuvista Leizaola, "que estaba en pie, solo, en una de las escalerillas entre los escaños, increpando a los republicanos, le daban un puñetazo en la nuca. Espantoso griterío y barullo. Los diputados se echaban unos contra otros. Me han dicho que Sigfrido Blasco sacó una pistola".
 
 
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