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UN LUGAR INCIERTO

Zapatos, vampiros serbios y un plato de lenguados

Estos tres ingredientes no parecen, a priori, muy prometedores para componer una novela policíaca como mandan los cánones, pero la autora que hoy nos ocupa tiene poco de canónica o convencional.

Estos tres ingredientes no parecen, a priori, muy prometedores para componer una novela policíaca como mandan los cánones, pero la autora que hoy nos ocupa tiene poco de canónica o convencional.
Fred Vargas.
Fred Vargas, seudónimo de Frédérique Audoin-Rouzeau, empieza por no considerarse escritora profesional; en todas sus entrevistas asegura que escribe como mero pasatiempo. Ella es, en realidad, una historiadora (concretamente, una arqueozoóloga) especializada en temas tan serios como la peste negra o el desarrollo óseo del ganado medieval. Ocupa sus ratos libres con aficiones poco ortodoxas: tocar el acordeón, diseñar un coqueto conjunto de capa y máscara que evita la propagación de la gripe aviar y, sobre todo, escribir novelas de intriga (prefiere denominarlas así, antes que novelas negras). Confiesa que escribe para distraerse de tanta Edad Media, y, dado que siempre le gustaron las novelas policíacas de autores como Agatha Christie o Conan Doyle, se decantó por este género, si bien sus obras no tienen mucho en común con las de autores tan clásicos.

Las creaciones de Fred Vargas no se ajustan demasiado a las convenciones del thriller o la novela negra; son, más bien, un género en sí mismas. En ellas hay crímenes y asesinos, pero también leyendas, aforismos, fragmentos de historia medieval, policías que hablan en verso, pócimas que otorgan la inmortalidad, antiguos códices, poemas de Nerval e invenciones cosecha de la autora; todo ello encaja de forma tan hábil, que las tramas atrapan desde el primer momento.

Vargas posee el extraordinario don de hacer que el lector acepte sin más las situaciones más rocambolescas, los crímenes más rebuscados y los personajes más insólitos. A cambio de esa tolerancia, la escritora juega limpio: al final de cada novela se ofrece una solución satisfactoria a todos los enigmas planteados. No deja cabos sueltos y, aunque no es lo fundamental en sus obras, ofrece pistas suficientes para que el lector más inquieto pueda tratar de descubrir por sí mismo al asesino. De todas formas, resulta mucho más recomendable –y divertido– no intentar adelantarse a los acontecimientos y dejarse llevar por la autora, por el ritmo lento de su narración y unos diálogos que se convierten en duelos de ingenio, por sus infinitas digresiones (igual de entretenidas o más que la trama principal); disfrutar de una erudición que nunca abruma, mientras se nos conduce hasta el siempre sorprendente final.

En Un lugar incierto, la última obra de Vargas, publicada en España por Siruela, encontramos de nuevo al comisario Adamsberg, protagonista de la mayoría de las novelas de la escritora, y a los miembros de su brigada de homicidios. Adamsberg es un policía nada corriente: absolutamente incapaz de recordar nombres, fechas o frases, o de emplear el más elemental método policial en su trabajo, se deja guiar por su intuición, por los imprecisos recuerdos que evocan en él un sonido, una imagen o un destello de luz. Natural de Gascuña, no se siente cómodo en París, donde trabaja, y trata de remediar esa incomodidad dando larguísimos paseos sin destino fijo.

Adamsberg piensa mucho (generalmente mientras camina) y habla poco; cuando lo hace, sume en el desconcierto a sus subordinados, incapaces de seguir los extraños procesos mentales del comisario. Pese a todo, con el tiempo han aprendido a apreciarlo, a confiar en él y a seguir sus intuiciones prácticamente a ciegas, porque a Adamsberg tampoco se le da bien dar explicaciones. Por suerte, tiene a su lado al comandante Danglard, una enciclopedia humana, padre de cinco hijos, policía ejemplar y disciplinado dipsómano, que secretamente envidia las intuiciones geniales de su superior, aunque le saquen de quicio. Aprecia al comisario, en cuyo rescate ha tenido que acudir en más de una ocasión, porque Adamsberg, indolente y despreocupado, tiene la nada sana costumbre de meterse en líos de muy difícil solución: un antiguo enemigo en pos de venganza, una conjura para hundir su carrera, o sus frecuentes enredos amorosos y familiares son a menudo parte fundamental de la trama.

En la novela que nos ocupa todo comienza con el descubrimiento, a la entrada del cementerio londinense de Highgate (o, como dice el comisario, absolutamente negado para los idiomas, Jaichgueit), de 17 zapatos con sus correspondientes pies dentro. Aunque Adamsberg, de visita en la capital inglesa, no quiere saber nada del tema, el extraño hallazgo se acabará relacionando, para desgracia suya y de su sufrida brigada, con el caso que les toca investigar en Garches, a las afueras de París: un asesinato especialmente macabro, en el que el cadáver ha sido descuartizado en más de cuatrocientos pedacitos, esparcidos de forma metódica por el escenario del crimen.

Una vez más, el crimen que nos presenta Vargas se sale de lo corriente: en sus novelas, los asesinos emplean tridentes, bacilos de la peste, encierran a sus víctimas en círculos de tiza o los desmenuzan en mil fragmentos, pero, sin embargo, las descripciones de tales horrores no espantan o repugnan al lector; emocionan, intrigan, pero, curiosamente, no repelen. El mérito de la autora consiste en encontrar el punto justo de distanciamiento, de ironía incluso, sin caer nunca en el morbo o la truculencia.

El sospechoso número uno del crimen es, como de costumbre, un personaje de muy dudosa reputación, al que las pruebas parecen señalar de forma inequívoca, pero, al igual que en otras ocasiones, Adamsberg se salta el procedimiento para salvarlo, arriesgando de paso su carrera. Como siempre, tiene razón, pero esta vez ha descartado a un sospechoso para toparse con otro mucho más peligroso, que además tiene cuentas pendientes con el comisario desde hace unos treinta años. Este siniestro personaje le visita en su propia casa para confesarle que su propósito principal es "pudrirle la vida". Desconcertado, nuestro protagonista no puede evitar que, de nuevo, su pasado y su vida privada se mezclen con uno de sus casos.

Las investigaciones de Adamsberg, en busca de una solución que salve su carrera y su propia existencia, le conducen hasta un pueblo perdido de Serbia. Con la inestimable pista que le proporciona un plato de lenguado servido en el tren Venecia-Belgrado, el comisario empieza a atar los cabos que unen al cadáver despedazado de su caso parisino con los pies cortados de Londres y con una estirpe de vampiros balcánicos que tiene su cuna –y su tumba– en un claro del bosque que rodea el pueblecito serbio de Kiseljevo. Allí, en ese lugar incierto, contra el que le previenen los más ancianos del lugar, Adamsberg no sólo encontrará las respuestas que necesitaba, sino otras que ni siquiera buscaba, y que le afectarán mucho más de lo que desearía. Pese a que escapa por muy poco de la tumba (en todos los sentidos), el comisario sentirá que encaja y es mucho más feliz en ese pueblecito insignificante, habitado por personajes tan pintorescos como él, que en las calles de París.

Tras su aventura balcánica, Adamsberg regresa a Francia preparado para resolver todos los enigmas, que, como siempre, tienen una explicación muy terrenal, más allá de mitos o seres de ultratumba: amores, odios, miedos y ambiciones están siempre detrás de un crimen; aunque la superstición y lo insólito tengan un papel destacado en las novelas de Fred Vargas, no bastan para explicar cuanto acontece en ellas.

En el sorprendente desenlace, Adamsberg logra, una vez más, salir indemne –o casi– y derrotar a sus enemigos, para satisfacción de sus fieles seguidores. Unos lectores que, en el fondo, temen que el día menos pensado Fred Vargas se aburra, decida buscarse una nueva afición y haga que triunfe una de las conspiraciones contra nuestro comisario, dejándolos sin un tipo único, tan original como su creadora; una escritora que, cada vez que abrimos uno de sus libros, también nos hace aventurarnos en lugares inciertos.


FRED VARGAS: UN LUGAR INCIERTO. Siruela (Madrid), 2010, 347 páginas. Traducción: Anne-Hélène Suárez Girard.
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