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'¿AUSCHWITZ POR HERENCIA?'

La traición de la memoria

En junio de 1942, Heinrich Himmler, Reichsführer de las SS, ordena la formación del comando 1005, cuya tarea consiste en la incineración de los cuerpos de los judíos gaseados, la destrucción de las fosas comunes y de los campos de exterminio.


	En junio de 1942, Heinrich Himmler, Reichsführer de las SS, ordena la formación del comando 1005, cuya tarea consiste en la incineración de los cuerpos de los judíos gaseados, la destrucción de las fosas comunes y de los campos de exterminio.
Heinrich Himmler.

Belzec, Sobibor y Treblinka son demolidos y en su lugar se construyen granjas. Los crematorios subterráneos de Birkenau son dinamitados. Pero, perdida la guerra, la eliminación de las pruebas no se completa. Por fortuna, el crimen no es borrado.

Sin embargo, en la era de la postmodernidad, las pruebas han sido sometidas a una eliminación más sofisticada, más sofística. Hoy quedan bajo la sepultura de los monumentos conmemorativos. Es el procedimiento que consuma su relativización y su banalización, más eficaz –por sutil– que los disparates negacionistas. Cruel paradoja la de la memoria institucional, que representa el recuerdo de las víctimas pero las acaba traicionando por renunciar, bajo la retórica afectiva o moral de las instituciones, al conocimiento del crimen que sufrieron. El memorialismo acaba por ensordecer a la sociedad, y oculta el Horror de un experimento político que nos concierne a los europeos en especial, por el recurso típico de la carta robada de Allan Poe: producir barullo escenográfico, en lugar de recurrir al impopular procedimiento de la simple censura explícita, el puro silencio, recurso más llamativo y sospechoso en la era mediática. Con ello, el genocidio queda al margen de la comprensión racional bajo la coartada de la recordación.

La liturgia conmemorativa es una suerte de simulacro escénico de eternidad por la vía de la repetición periódica y seriada que da salida airosa y respetable a la pulsión de identidad. Ellos, los malos. Nosotros, los buenos. Pero la identidad es la cáscara aceptada de la pulsión de muerte, ya que no hay modo de implantar un mero mecanismo lógico (la identidad) en la realidad, que es poliédrica y en continuo devenir, si no es por medio de la negación del otro (del no idéntico), negación que puede darse en diversos grados, desde la mera catarsis simbólica hasta el exterminio físico. De ese modo, la religión civil de la memoria reemplaza a las llamadas grandes narrativas del pasado en la postmodernidad construida no ya por secularización, sino por vaciado. También aquí se da el tránsito a fases de mayor sofisticación y eficacia (es, básicamente, lo que entendemos por postmodernidad). El relativismo reemplaza al dogmatismo. Aquí, el negacionismo es sustituido por el memorialismo retórico, por la sentimentalización banalizadora que bloquea el conocimiento y el análisis de los hechos relegándolos al lodazal inane de los adjetivos valorativos.

El historiador Georges Bensoussan afronta este problema en su libro ¿Auchwitz por herencia? En él incide en la necesidad de abordar la enseñanza de la Shoah como problema político, y no como desahogo moral. Ello nos conduce al papel del Estado como la maquinaria técnica, administrativa y jurídica sin la cual el exterminio no hubiera sido posible, así como a la evidencia de que los agentes del genocidio no fueron unos pocos sádicos, sino gente normal (oficinistas, ingenieros, médicos...) inmersa en el entramado ciego y burocrático de un proceso industrial de producción de muerte en el que las responsabilidades individuales tienden a diluirse, lo que constituye la primera y acaso más importante enseñanza de la Shoah.

Pero, a pesar de la importancia del libro y de los asuntos que trata, Bensoussan se topa con un inconveniente conceptual: la inexistencia del objeto de su análisis, la Humanidad, lo que le empuja a caer en la tentación literaria del psicologismo, fuente de cierta confusión en el análisis. Hay que decir que la humanidad es un artificio, una ficción política. No hay especie humana, propiamente, más que en el sentido de algo literalmente producido en base a estructuras no biológicas, sino políticas muy recientes. La Humanidad, trasunto de la divinidad y mala versión del humanismo cristiano, no pasa de idea metafísica o retórica postmoderna. El programa nacionalsocialista de exterminio de los judíos de Europa está diseñado, justamente, sobre el dogma naturalista y metafísico de un Humanidad a la que hay que salvar, por medio de medidas higiénicas (antibióticas), del virus contraído, mutación maligna que es segregada no ya de lo humano, sino de lo natural, lo cual se lleva a cabo con legislaciones muy precisas. Es la condición política, no metafísica ni idealista, de lo humano lo que permite resistir y defenderse de esa deriva ecológica y purificadora, la constancia de que no hay Humanidad, sino grupos de sujetos políticamente organizados que han generado automatismos de precarias garantías ciudadanas frente al Estado, esa maquinaria que es, sin embargo, la condición de posibilidad de su estatuto político.

El libro tiene la cualidad de volcarse con el trabajo teórico que corresponde al historiador, por medio del cual destruir olvidos, mitos, confusiones. Sin embargo, incurre en la imprecisión de no ejercitar con claridad ni de forma tajante la distinción memoria-historia. Y es que el término memoria desempeña una función mistificadora. Mientras que para adentrarse en la historia hay que revisar documentos, leer textos, estudiar cronologías y correr el riesgo de encontrarse con evidencias que contradigan los propios prejuicios, en el caso de la memoria cualquiera puede identificarse con ella inercialmente y sin el menor esfuerzo a poco que esté bien diseñada para el consenso y la aceptación acrítica y emotiva (p. 24):

La memoria tiene como primer propósito tranquilizar.

Tranquilizar, esto es, mentir.

El hecho de que las instituciones se empecinen en investir cada acto retrospectivo con la invocación de la memoria, en lugar de la historia, de los sentimientos en lugar de los datos, convierte en oficial el olvido de los acontecimientos, beatifica la condición de víctima con la religiosidad moralista de la ceremonia e impide el análisis político de las causas y consecuencias del exterminio. Bensoussan se hace eco de los efectos que, en particular en el Estado de Israel y, en general, entre los judíos, tiene este fenómeno. El victimismo martirológico paraliza la acción política, la resistencia frente al crimen. El Estado de Israel, nacido a pesar, y no a causa, de la Shoah, desmiente esa inercia victimista y se rebela ante el destino milenario del judaísmo, al que, por primera vez en la Historia moderna, da cobertura un Estado.

 

GEORGES BENSOUSSAN: ¿AUSCHWITZ POR HERENCIA? SOBRE UN BUEN USO DE LA MEMORIA. Anthropos (Barcelona), 2010, 189 páginas.

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